Epitafios
Históricamente, el epitafio ha sido parte de una rica cultura necrófila ahora en vías de extinción. Constituye, pese al rictus de las modas, una oportunidad de despedirse de la vida con sutileza o con sarcasmo —si el despidiente tuviera el humor necesario para hacerlo— por lo general en una lápida y no en cualquiera, en la propia, la que notifica nuestra muerte.
Como arte mayor en la literatura, a pesar de su brevedad o quizá por eso mismo, en manos de un genio, hábil para este tipo de inscripciones en su variante de dedicatorias a quienes no han muerto, es un arma letal. Quien estaba consciente de esa nocividad era el maestro Jorge Suárez: él ya se hubiera encargado de poner en su lugar (bajo tierra) a varios políticos actuales con fulminantes epitafios.
¡Ah!, nadie mataba mejor con la palabra que Suárez, ineludiblemente, quién sabe por el ritual de la inspiración, mientras se rascaba sus pocos pelos de la testa. Todos tenemos nuestras maneras de vengarnos; ésta era la suya. Se vengaba así de sus enemigos, por supuesto, pero también de algunos de sus amigos, casi siempre agradecidos.
A propósito, hace unos años Rocha Monroy supo dedicarle una columna (que aconsejo con fruición, pueden buscarla en Internet) en la que cita algunas de sus desopilantes creaciones en esta materia, por ejemplo, ésta para un amigo que no se andaba tranquilo:
“No, señores, no finó
aquí, Medrano, el suicida
amaba tanto la vida
que a tiempo se arrepintió.
Lo malo es que me dejó
con su epitafio en la mano
en triste comicidad.
Cuando te mates, Medrano,
¡usa balas de verdad!”.
Tan refinada era su pluma y semejante la tirada de los periódicos de los viernes, que muchos se morían por aparecer —muertos, lógicamente— en La Gran Siete, el suplemento humorístico de Correo del Sur, cuando él era su director. Suárez disfrutaba “liquidando” sobre todo a políticos. Y como agudeza le sobraba, sus epitafios en verso le resultaban insuperables. Eran, literalmente, para matarse de risa.
Si hoy estuviera vivo se habría ocupado con seguridad de la temprana defunción política de un viceministro chapucero, y con los lacrimosos resultados del referéndum ya estaría preparando las exequias de otros dos personajes de mayor envergadura, dos que sí merecerían el oropel de su poesía satírica. Sí, ni Evo ni Álvaro se salvarían de su chispa, si no con epitafios, con algún soneto igualmente lapidario. Extraño a Suárez porque ya nadie mata a los políticos con la palabra.
Tenía que ser Luis H. Antezana quien trajera algo de justicia en esta tierra de vivos. El “Cachín” prepara una obra-homenaje al escritor y periodista yungueño que se publicará como parte de la Biblioteca del Bicentenario y que esperamos recupere también sus mejores epitafios, como un subgénero de la poética sagaz de Jorge Suárez.
Yo sé que no estamos para humoradas, que la realidad se está pasando de chistosa, pero la memoria me devuelve al festejante de las picardías de Suárez que fui hace 20 años y, si los políticos de hoy se hubieran anticipado a su tiempo, tal vez me habría atrevido a golpear la puerta de Dirección, en el viejo Correo del Sur de la calle Arenales para ofrecerle, con toda mi desvergüenza, estos dos tristes cuartetos. Así nos reíamos otro rato —él con la mirada rompiéndose en el piso— esta vez del desconsolado viceministro:
Dios te salve, Elío
que acá ya estás crucificado
Pucha caray, ¿autoatentado?
lleno de gracia eres, ¡y al fío!
“Ahora pega dame”, correveidile
no pues al Evo, al Ojo al Charque pedile
“¿O quieres que Alto cante y diga pío?”
“De pasa-pelota, hermano”, decile. “¡No hay lío!”.
El autor es periodista y escritor.
Columnas de ÓSCAR DIAZ ARNAU