Ciego, sordo y mudo, sin tacto y con gusto por la muerte
¿Se imagina alguien a Ana María Romero de Campero, Waldo Albarracín o Rolando Villena, ex titulares de la Defensoría del Pueblo, mirando impávidos lo que sucede durante estos días en el país? ¿Los podríamos imaginar escondidos debajo de sus escritorios (o de sus camas), lanzando comunicados inocuos e inicuos ante tanta barbaridad como la que estamos observando?¿Estarían preocupados en posesionar representantes en el país, cuando estamos a punto de sacarnos los ojos entre bolivianos, por obra y gracia de un Gobierno no sólo indolente sino azuzador de conflictos, que es capaz de cualquier cosa con tal de consolidar un proyecto de poder que por el momento es autoritario, pero que tiende cada vez más a la dictadura y al totalitarismo?
Ciertamente no. Ninguno de ellos habría desaparecido del mapa en circunstancias como la presente, que exigen no sólo valentía y hombría de bien, sino compromiso y cabal entendimiento de lo que está sucediendo en el país para accionar y reaccionar, en el marco de sus atribuciones, buscando el bien de las personas y poniendo freno a un Estado y a un Gobierno que quieren hacer de las suyas.
Es que la Defensoría del Pueblo, institución nacida hace más de doscientos años en los países escandinavos, surgió como una instancia que, vista la insuficiencia de la división de poderes para el ejercicio de los derechos por parte de las personas, se constituyó inicialmente en un contralor de la administración pública y mucho tiempo después, cuando murió el dictador Franco en España, vio reforzada su concepción con la importantísima tarea de constituirse, desde el Estado, en un defensor de los derechos humanos.
¡Sí, una institución estatal contestataria a los abusos del Estado!
Los tres primeros Defensores del Pueblo de Bolivia pudieron actuar como les correspondía y ejercer sus atribuciones, porque no le debían su designación al poder político, sino a sus méritos probados en la defensa y promoción de los Derechos Humanos, así, con mayúsculas.
Ha sido suficiente un poco más de un mes para comprobar lo que se sospechaba de la designación de Pedro Callisaya como Defensor del Pueblo: que no es otra cosa que un títere designado por el gobierno del MAS y que está a su servicio.
¿No ve Callisaya que, con la anuencia y el apoyo del Gobierno, se ha impuesto un cerco a la ciudad de Santa Cruz, privando a sus habitantes no sólo del ejercicio de su derecho a la protesta, tan utilizado por el MAS cuando está en la oposición, sino de alimentos y agua y poniendo en riesgo su seguridad y su vida?
¿No se entera que hay grupos afines al Gobierno, apoyados por la Policía, que están buscando sembrar muerte y dolor para imponer sus proyectos inconfesables? ¿Le es tan difícil descubrir que sus atribuciones le permitirían hacer escuchar su voz clamando por paz y concordia y convocando a un diálogo que ponga fin a la barbaridad que estamos viviendo?
¿No escucha el clamor de tantas mujeres y tantos hombres que piden de distintas maneras paz en Bolivia y que se aleje el fantasma de la muerte que está revoloteando sobre nosotros, precisamente en el día de Todos los Santos que tanto nos recuerdan al año 1979, cuando una aventura golpista terminó con la vida de tantos bolivianos?
Parece que no. El Defensor del Pueblo no ve lo que pasa en Bolivia, no escucha los pedidos de la gente; no tiene el tacto suficiente para darse cuenta de lo que pasa y actuar en consecuencia. Parece que gusta del sabor de la muerte y el enfrentamiento. Por eso está mudo, como muerto en vida, cuidando la pega a la que accedió gracias a la irresponsabilidad de la oposición y a las mañas del MAS. Por eso no le da vergüenza haber sido elegido como fue.
Tenemos un Defensor del Pueblo sin sentidos: ciego, sordo y mudo, sin tacto y al que le gusta el enfrentamiento y la muerte.
Columnas de CARLOS DERPIC SALAZAR