Tiempo de Covid-19 y cuarentena; tiempo de miseria, hambre y olvido
Agustín A. es recolector de material reciclable en los basureros de la ciudad, Juan Pablo es guardia de seguridad, Samantha G. es prostituta transexual y Leonard L. vende dulces en los micros y es migrante venezolano. Cuatro nombres y cuatro oficios; la tragedia, el desamparo y una forma de miseria une a estos ciudadanos que, estupefactos, miran las calles vacías, todas infectadas de cuarentena.
Como a toda la gente que se gana la vida honestamente, las medidas para frenar el avance del Covid-19 —enfermedad generada por el coronavirus— dejaron a Agustín, Juan Pablo, Samantha y Leonard sin posibilidades de ejercer su oficio y generar su sustento diario.
Hoy es el séptimo día de la cuarentena general dictada por el Gobierno para frenar la propagación del Covid-19 en el país. La medida, inicialmente prevista hasta el 5 de abril, fue ampliada hasta el día 15 por el aumento de infectados.
Además de la ampliación en tiempo, el Gobierno también endureció las medidas para evitar que más gente se exponga al contagio de la enfermedad.
Entre estas medidas están la que establece que sólo una persona por familia puede salir a comprar alimentos en el día, y otra que regula las salidas de los ciudadanos según el último número de su cédula de identidad.
Con esta medida, por ejemplo, sólo las personas cuyo carnet termine en 1 y 2 pueden salir los lunes, y así para cada día de la semana. Sábado y domingo nadie sale.
Sin embargo, hay un sector de la población al que poco o nada le interesan estas medidas. Ellos trabajan, comen o duermen en la calle, y su sustento y su alimento diario lo obtienen en una esquina, en un basurero, en una acera o debajo de un semáforo.
En lo que sigue, los testimonios de algunas personas que representan a un sector marginado de la sociedad. Librados a su suerte, sin asistencia ni ayuda, simplemente buscan cómo conseguir el alimento del día.
Desde la esquina
Samantha se prostituye en una esquina de la ciudad. Sale a las 23:00 de su cuarto con una cortísima minifalda y una blusa de pronunciado escote. Asegura con orgullo que no es “siliconeada”, que es “hormonizada”.
Se queda en la calle hasta las tres de la madrugada, o más tarde si aún hay clientes. Y en las tardes ayuda a su amiga en su puesto de venta de ropa.
Ahora ha perdido sus dos empleos que, muy apretadamente, le permitían pagar el alquiler de su cuarto y su alimentación.
Por la cuarentena decretada por el Gobierno, mucha gente opta por trabajar desde sus casas. Samantha intentó ofrecer sus servicios en una página web de escorts transexuales para que la visiten en su cuarto. Vano intento porque en cuatro días no consiguió un solo cliente. “Llaman para curiosear y fregar”, lamenta. Y aún si los tuviera, se las tendría que ingeniar para ingresarlos a su cuarto sin que el dueño de casa se percate, arriesgándose a un desalojo.
Su alimentación se limita a pan, atún, huevo y té, y no encuentra una posible salida inmediata. Pese a sus muchas limitaciones, tiene dos perros como mascotas a los que tiene que alimentar, “lo hago con mucho cariño, son mi única compañía”, dice.
El círculo se cierra para Samantha, puta callejera, puta de acera en una ciudad sin peatones.
Sin familia, sin amigos cercanos, la única esperanza que queda es la solidaridad de los otros inquilinos. “Son buenas gentes, no creo que me desamparen”, asegura Samantha, de 28 años, prostituta desde los 17.
El inmune
Agustín A. se jacta de la fortaleza de su salud. Dice que nunca enfermó de nada y ahora desafía al coronavirus y asegura que tampoco le hará daño. “¿A ver, calcúleme qué edad tengo?”, pregunta con altanería, entre 50 a 55 le respondo. “No, 64 años tengo, carajo, y acaso se me nota”.
Sentado al borde de la acera, entre gigantescas bolsas de yute repletas de botellas desechables de plástico, papeles y cartones, Agustín no tiene la intención de moverse de ahí pese a que mire donde mire sólo ve calles vacías en medio de un silencio abrumador que domina la ciudad. Son tiempos difíciles para personas como este “ecorrecolector”, como le gusta autodenominarse.
Vive en Villa Pagador, “qué voy hacer allí en mi casa; aquí por lo menos puedo conseguir algo de comer en la calle”, dice enfático Agustín. Calla cuando le hablo de su familia, “no sé , están ahí”, dice a mucha insistencia.
Pero no siempre vivió del reciclaje; fue ayudante de albañil, carpintero y constructor y uno de los pioneros en sindicalizar a los ecorrecolectores. Y en su juventud fue hasta “tira” (soplón) durante la dictadura de García Meza, y lo cuenta con orgullo.
“Uh, si le contara esa etapa, pero le aclaro que nunca maté a nadie ni manejaba armas; informaba, sí. En esa época era la Dirección de Orden Político”, recuerda Agustín.
Nostalgias aparte, ahora se apoya en la fortaleza de su salud y en el azar. Agarra un par de zapatos usados recién lustrados, “a veces me encuentro cosas así, sanitas, las vendo y reúno dinero para compra algo de alimento para mi familia”, confiesa.
El responsable
Juan Pablo está preocupado y desesperado por la cuarentena, y no oculta su mal humor por esta situación. Él es guardia de seguridad en una de las calles adyacentes al mercado La Pampa y tiene a su cargo varias cuadras con quioscos en las aceras.
Tiene 45 años, hace 10 que ejerce ese oficio en solitario (no pertenece a ninguna empresa de seguridad privada) y tiene la confianza de los comerciantes de la zona.
“Y ahora qué voy a hacer, nadie viene a vender. Los comerciantes me dan desde 2 a 10 pesos cada uno por cuidar, porque me quedo toda la noche. Ahora todo está vacío”, lamenta el cuidador.
Mimetizado entre toldos azules que protegen los puestos de venta, Juan Pablo dice que no se moverá del lugar. No le interesa contagiarse o no con el Covid-19. “Qué cosa haría encerrado en mi casa. Estos puestos son mi responsabilidad, si se roban qué va a pasar”.
Le señalo una cámara de seguridad instalada a unos 10 metros y sonríe, “eso no sirve para nada, ahí cerca los cleferos han robado computadoras hace meses y nunca los han agarrado”, responde, ahora con rabia.
Juan Pablo no se moverá de su puesto de trabajo. Confía que a futuro los comerciantes reconocerán el esfuerzo, pero ahora no tiene un centavo en el bolsillo , menos alguien que le alcance algo de comida.
Migrantes
Leonard L., junto a 15 personas de diferentes nacionalidades, la mayoría venezolanos, ha hecho un refugio al borde del río Rocha. Ahí a la intemperie pasan la cuarentena, duermen, comen… viven.
¿Y por el coronavirus están tomando alguna medida? Responde: “La verdad, estamos preocupados por nuestra sobrevivencia, por conseguir comida al día. Tampoco tenemos para barbijos, alcohol y esas cosas”.
Los extranjeros varados en la ciudad desde antes de la cuarentena se sustentaban vendiendo dulces en los micros, limpiando parabrisas o haciendo malabares. Ahora van casa por casa pidiendo verduras, algo de carne, arroz y otros alimentos para cocinar a fuego en una olla común al borde del Rocha.
Leonard revela que en diferentes puntos de la ciudad hay grupos de venezolanos que están en similar situación. “No tenemos ayuda de ninguna institución, sólo dependemos de la solidaridad de los vecinos”, lamenta.
Sin perspectiva alguna, a Leonard y sus amigos poco o nada les interesa el futuro, suficiente preocupación ya tienen con resolver el hambre del día.
A estas personas citadas en la presente crónica se suman decenas de habitantes que deambulan por la ciudad desierta tratando de explicarse qué está pasando. Son tiempos de coronavirus, de cuarentena y para muchos también tiempos de hambre, olvido y miseria.
Las pequeñas historias desde las calles vacías
Indigentes, inhaladores de clefa, borrachines, desocupados y muchas personas víctimas de la pobreza deambulan por las calles de la ciudad de Cochabamba. Para ellos, el coronavirus y la cuarentena no existen. Varios se concentran en la zona de La Cancha, la Coronilla y la parte oeste de la avenida Aroma. Ahí al menos hay la esperanza de encontrar alimento.
Una mujer carga un cachorro en la espalda envuelto en una frazada. Está sentada y se apoya en una puerta en la zona de La Cancha. No quiere hablar, se nota que está muy asustada. ¿Tiene familia?, ¿quiere que llame alguien para que le ayude?, no responde y vuelca la mirada hacia un lado de la calle. El perrito tiene una mirada pícara, ajena y distante a la preocupación de su dueña.
Un grupo de inhaladores sentados al pie de un monumento de la avenida Aroma conversa airadamente, uno de ellos con la mano en alto parece amenazar a otro. Tres cuadras hacia el este, tres policías conversan con una anciana sentada en la acera. “Se ha perdido, no sabe dónde está, pero ya hemos llamado a una patrulla para que la recoja y la lleve a un asilo”, explica una oficial. Pequeñas historias en medio del gran silencio de las calles vacías.