Universidades públicas y privadas
De forma casual, el Primer Mandatario introdujo en el debate un tema que, sin duda, algún momento habrá que abordar con la debida profundidad: cómo aprovechar mejor la existencia de universidades públicas y privadas en el país.
Dada nuestra peculiar historia, el surgimiento de las universidades privadas ha respondido, por un lado, a que amplios sectores de la ciudadanía busca opciones de educación distinta al que presenta el sistema universitario público que desde hace mucho atraviesa una crisis profunda que no puede ser enfrentada en forma debida por la consolidación de grupos de poder que cuentan con sólidas estructuras burocráticas que les permiten resistir cualquier intento de reforma. Por otro, a la objetiva incapacidad del sistema público de absorber a los cada vez más bachilleres que cada año buscan ingresar a la universidad.
Sin embargo, y aclarando explícitamente que hay importantes excepciones que confirman la regla, la crisis mencionada y la existencia de nichos de clientes que garantizan cierta sostenibilidad en el tiempo, se convierten en obstáculos para exigir mínimos niveles de calidad en ambos sistemas.
A ello se debe sumar que pese a la retórica reformista, el deterioro de la formación básica y secundaria, tanto en calidad como en percepción de objetivos de estudio, hacen que el interés de padres y madres de familia y estudiantes es culminar las etapas de formación, más allá de cómo se lo hace desde una percepción cualitativa. Es decir, quienes deberían ser los actores más exigentes al sistema educativo, privado o público, se convierten en aliados de las políticas del mínimo esfuerzo.
Mientras tanto, la brecha que nos separa incluso de los países vecinos en términos de educación se va agrandando. Por tanto, el debate no es si debe o no existir uno u otro tipo de universidad, sino cómo ambos deben aportar a mejorar la formación de nuestros recursos humanos.