Lecciones sobre el apego abstracto a la norma
Si minimizamos los hechos al punto de considerar intrascendente el alcance de la palabra “institucionalidad”, probablemente poco o nada nos diga el título del epígrafe. En cambio, si comprendemos la importancia que reviste el propósito de construir Estado y no destruirlo, entonces coincidiremos que nada abstracto hay cuando se trata de respetar las reglas que nosotros mismos nos hemos impuesto como norma de conducta y convivencia. ¡¡El contrato social !!
Así funciona el mundo, el civilizado. De no ser así, probablemente Trump no habría sufrido varios reveses judiciales en su propósito de desconocer los derechos de migrantes; Uribe hubiese podido ser nuevamente candidato merced a un ardid constitucional que le fue rechazado precisamente en apego abstracto a la norma; Lula no estaría en dificultades judiciales, y con probabilidad continuaría en su periplo por lograr se construya la carretera por el Tipnis; el separatismo catalán hubiese hecho presa del Estado español generando un quebrantamiento constitucional de consecuencias impredecibles, o el resultado que determinó el triunfo del Brexit (luego vino el arrepentimiento y sin lugar a retorno) hubiese sido declarado nulo porque habrían dicho que se engañó al elector, algo parecido a lo que oímos por estos lares.
Afortunadamente, el concepto de legalidad e institucionalidad como basamento para exteriorizar posturas ideológicas, políticas, religiosas o de cualquier otra índole ha permitido erigir Estado posibilitando prevalezca ante voces cuya sintonía es disímil al orden establecido. Si a ello añadimos que todo propósito por negar lo innegable –nihilismo puro– tiene además la peculiaridad como trasfondo de buscar una ventaja grupal, entonces, y ciertamente, no existe nada más impertinente que pretender colocar en la conciencia colectiva que el “apego abstracto a la norma” no es más que una pose constitucional enemiga del proceso de cambio, algo así como un “cliché político” utilizado por la derecha o el imperio, que de manera ladina está afectando el derecho humano de quien desea ser reelecto indefinidamente. El mensaje es fatal y las señales son hasta primitivas. Sitúa a Bolivia en el umbral de un proceso de regresión institucional del que hay que salir, por primitivo.
Revoluciones ha habido muchas y revolucionarios pueden haber de diferente color y tendencia, lo que no quiere decir que se entienda que las cosas cambian sólo con armas y sangre. Pensar que una revolución se construye únicamente sobre la base de la violencia, es apócrifo y espurio. Hay revoluciones que fortalecen, transformando a un país más libre y democrático y con las reglas del contrato social. Son las “revoluciones constitucionales”, que siendo necesarias y eficaces, marcan conciencia de ciudadanía. El 21F y la “revolución democrática” que ha generado, es una muestra de que en Bolivia nada abstracto hay cuando de respetar la Constitución se trata.
El autor es abogado
Columnas de CAYO SALINAS