De molles feos y ciudades muertas
Había una vez un valle generoso. Del valle emergió el molle, árbol de carácter apacible y dulce.
Enunciando la asombrosa simbiosis con el entorno característica de las manifestaciones de la vida, el molle era el árbol preferido de múltiples animales e insectos y era la delicia de las aves; lo habitaban desde los “cabecitas negras”, hasta los “k’ellas”, famosos passeriformes que emiten un canto gutural que asemeja a un largo y jocoso desgano. Otro pájaro enamorado del molle era el “chiwalo”. Árbol y zorzal se llevaban tan bien que el “chiwalo” le otorgaba voz al molle: era imposible no relacionar al molle con el manso trino de los “chiwalos”.
La hermosura del molle radicaba en una caótica y exuberante frondosidad, era proverbial su maravillosa sombra. Asimismo, florecía diminutas flores blancas que tenían el don de fecundar la tierra del valle; entre los árboles, el molle era el principal artífice de la poética hojarasca.
Un día ocurrió una hecatombe. Al bicho humano (especie dañina que se arrastra en la demencia suicida, patología que se explica porque que se viven matando unos a otros), enceguecido por sus guerras mezquinas, se le ocurrió trasladar sus traumas sociales y colectivos a la naturaleza.
El molle fue visto con desconfianza. Su caótica y exuberante belleza empezó a incomodar a espíritus sumisos, encerrados y amargos. Mucho desorden, decían. “Demasiadas” hojas hacia el horizonte, “demasiados” colores en los suelos.
Empezaron “podando” al molle, a veces con tal saña que condenaban al noble árbol a una muerte lenta. No fue suficiente. Las voces contra el molle se extendieron: “Es muy grande”, murmuraban. “Se ocultan los ladrones”, indicaban unas señoras. “Es un árbol demoníaco, hay duendes”, vociferaban los pastores. “Es feo”, “es chojcho” argumentaban los ejemplares destacados por su inteligencia.
La ofensiva contra el molle estaba declarada y se extendió al resto de los árboles. Motosierras en mano, acabaron con molles, jacarandás, chillijchis, tipas, sauces. Las instituciones y autoridades hablaron de “progreso” y soñaron con un futuro donde el asfalto brillara al sol. Decenas de edificios emergieron como enormes y grises hongos y la tierra y las hierbas silvestres fueron reemplazadas por el “higiénico” pasto sintético.
Como cundía la fobia hacia cualquier cosa que crezca “mucho”, en el mejor de los casos, los árboles de la zona se suplantaron por otros menos “salvajes”, aquellos que se veían en los enlatados de Hollywood y eran culto de la “realeza europea”, árboles disciplinados y contenidos en tamaños “razonables” y en formitas infantiles de “helado”, “bolita”, “muñequito”. Además, esos árboles “ornamentales” podían “adornarse” para Navidad más fácilmente, lo que complació a los curas locales y a algunas autoridades que, de cuando en cuando, se arrodillaban en las iglesias en escándalo mediático (en especial cada que cometían alguna fechoría).
Así, en cuestión de pocos años, se talaron gran parte de los árboles del valle. La otrora “Ciudad Jardín”, la “Capital de las Flores” o el famoso “granero de Bolivia”, se transformaron en “ordenadas” y “modernas” urbes de plástico y concreto, sin “árboles antiestéticos”, “insectos impertinentes” y “animales peligrosos”, pero, eso sí, con abundancia de autos, basura y esmog.
Sin embargo, el alienante ruido citadino no evitó que cada madrugada, como en la triste Comala de Juan Rulfo, el polvo fuera el que reinara, tal cual sucede con todas las ciudades muertas.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA