Mi papá y todos los papás
Cuando era pequeña, mi papá se quedó una noche entera sosteniendo mi mano porque no podía dormir. Había visto un programa de monstruos en la tele y cuando cerraba los ojos me asaltaban perturbadoras imágenes dispuestas a arrebatarme del brazo acogedor de un reparador sueño.
Esa noche dormí bien porque sabía que estaba ahí para protegerme. Lo mismo me sucedió muchos años más tarde cuando tomé la decisión de finalizar mi matrimonio y también me sostuvo la mano para brindarme su apoyo y confiar en una medida sabia y oportuna, aunque asumida tardíamente.
Está aquí como un gran molle, otorgando sombra y cobijo a su familia y extendiendo sus ramas hacia sus pupilos quienes en momentos de duda acuden a sus enseñanzas, para preguntar por cirugías difíciles o casos complejos.
Los más allegados le dicen Chavo. Otros, Doctor. Alguno que otro lo llama por su nombre: Gonzalo. Mi mamá y él tienen sus nombres, evocados en espacios familiares y hogareños. Para mí es papi.
Él, al igual que otros, asumió su paternidad como lo que se pregona y airea a los cuatro vientos. Con mucha responsabilidad.
Mis amigos Fernandos me dijeron que para ellos ser papá es, por un lado, una gran responsabilidad, y por el otro, la lección de amor más grande que Dios les dio.
Gary Antonio me dice que es una “mezcla de alegrías y dolor porque cuánto no quisiera como padre que los hijos no sufran, sin embargo bien dice la canción: nada ni nadie puede impedir que sufran... sólo Dios”.
Pablito me dice “yo soy estabilidad, solidez, el GPS por el que se guían mis hijos, su seguridad, amor incondicional, ternura, transmisión de conocimientos, experiencia y su refugio”.
Y con el corazón abierto, José, sin ánimo de filosofar, me dice que no sería nada si no fuera papá. Y se quedó cavilando en qué es ser papá. Manifiesta que es un poquito de muchas cosas. Acompañar a tu esposa en el embarazo, desvelarte, enseñarles a manejar bici, o sus primeros juegos, llevarlos al cole, recogerlos de las fiestas, escuchar sus penas o victorias, compartir con ellos y sus mascotas, y “le pides a Dios, al final del día, ser un mejor papá cada día”.
Esas respuestas me mostraron los sentimientos escondidos detrás de la fachada de la responsabilidad y la consabida dureza que viene con el legado de valores y gracias a esa sinceridad vi un pedacito de sus almas, como veo la de mi papá y entiendo que el alma de todos los papás, hoy y siempre, ha sido y será puro amor. Será cuestión de tiempo para que ese pequeño –gran– pueda verse con todo su esplendor.
La autora es máster en comunicación empresarial y periodista
Columnas de MÓNICA BRIANÇON MESSINGER