Sin distinciones de clase, lejos en el país de la libertad
La actual pandemia del coronavirus, con sus efectos laterales de la cuarentena y el confinamiento, ha tenido un antecedente en una novela del género distópico: La isla trasnochada, publicada en La Paz, Plural, 2016, por Belisario Flores (seudónimo conjunto de Diego Loayza y Mario Murillo). “Sin distinciones de clase, lejos en el país de la libertad” son las palabras reiteradas en este libro con intención satírica. Es un texto literario que nos muestra el comportamiento de individuos de clase alta que están confinados en un enorme centro comercial. Se parece en algo a lo que los izquierdistas y nacionalistas consideran la situación de los grupos privilegiados actuales que, por temor a un contagio se aíslan del grueso de la población, vista esta última por ellos como una turba peligrosa, insalubre y falta de toda previsión para el caso de un peligro público.
La construcción de este texto literario denota concepciones de mundo, posiciones encontradas entre lo que se considera la civilización y su opuesto, la barbarie. Este orden tiene estratificaciones sociales no superadas por la modernización del siglo XXI. Se expresa así la tensión de nuestra sociedad escindida entre el mundo moderno, como paradigma civilizatorio y nuestra realidad: un mundo atrasado porque devela una problemática no superada. La trama se centra en cómo los diferentes estratos se enfrentan a esta realidad: desde la violencia hasta el aislamiento. El eje central está señalado por la consigna de baja productividad, que permea todos los estratos sociales. En su aislamiento voluntario los privilegiados despilfarran sus recursos en fiestas bacanales, esperando la llegada de la salvación que los llevará a un mejor destino. Ahí vemos que cuando se trata de asumir responsabilidades no existe ninguna comunidad exitosa porque nadie quiere ensuciarse las manos. Los escogidos, los educados y privilegiados son reflejados como parásitos, inútiles y sucios que en su elocuencia creen que solo están hechos para faenas logísticas y ejecutivas, cuando en realidad se hunden en la mugre y la basura. El resultado es el apartheid, el gueto, los siervos de la gleba y, por qué no pensar en el esclavo, el pongo, el mitayo y el yanacona. Los personajes privilegiados se dirigen con desprecio a quienes han osado ser iguales a ellos.
El punto álgido de la trama nos señala un desenlace inesperado, cuando es imprescindible determinar una lista de voluntarios que deben consagrarse a las tareas desagradables, como cocina, aseo de baños y afines. Los prejuicios sociales de un sector adinerado salen a la luz porque estos personajes no pueden probarse a sí mismos que son mejores que los otros.
Los autores nos presentan una obra articulada para la comprensión de los sectores sociales como reflejo de la sociedad boliviana, visibilizando los complejos y traumas del país y también la posible superación de esas patologías.
Esta construcción crítica entre realidad y ficción es rescatable para la toma de conciencia y para ponerse uno mismo en cuestionamiento. Antes de criticar y exigir cosas inalcanzables al grueso de la población, la novela nos enseña que primero debemos aprender a exigirnos a nosotros mismos, empezando por preguntarse: ¿Qué puedo hacer por el país?, ¿qué puedo hacer por los demás?
Por todo lo expuesto debemos lograr que este espacio geográfico sirva para vivir sin aniquilarnos los unos a los otros, en una tarea de construcción nacional que debemos emprender cada día.
La autora es abogada, licenciada en filosofía y magíster en seguridad defensa y desarrollo
Columnas de ERIKA J. RIVERA