Un cuento de no ficción
El solo de contrabajo de Charles Mingus retumba en mis oídos y me apresto a girar hacia la Ayacucho norte, de pronto cambia el semáforo y se pone en rojo. Detengo la bicicleta en plena esquina, todavía sobre la Aroma. Alguien se acerca y me habla, me quito los audífonos. “Regalame una moneda”, me dice. Disculpá, no tengo. Le respondo al joven, tiene la mitad del rostro cubierto con algo que parece una gorra.
“Ya pues, un pesito aunque sea”, insiste. Tiene heridas y manchas de sangre en la cara y en una mano empuña un trozo de tela, bastante sucia. Deduzco que se dedica a limpiar parabrisas.
No le respondo y me dispongo a tomar impulso ya con el pie derecho sobre el pedal y atento al cambio del semáforo. De pronto el joven apega su cuerpo al mío por un costado e impide que me mueva. Simultáneamente oigo la voz de una mujer en mi oído izquierdo, “Danos algo amigo”, dice.
Entonces empieza el nerviosismo y el miedo y siento que me ahogo bajo el barbijo. No puedo avanzar, apoyo los dos pies en el piso para mantener el equilibrio sobre la bicicleta. Entonces siento que la mano de la mujer se desliza por uno mis bolsillos, intento detenerla y de pronto su cómplice incrusta sus garras en otro bolsillo.
Pasan unos segundos y ya son cuatro manos intentado sacar algo de mis bolsillos y trato de impedir deteniéndolas con las mías. Pasan los segundos y se ponen más agresivos, tengo que ceder con uno de ellos. Pienso, en uno está el celular corporativo, en el otro el privado, en el tercero el Ipod con 900 discos del mejor jazz del mundo y en el cuarto la billetera.
Cedo con el cuarto bolsillo y la mano de la mujer extrae la billetera y se aleja de mí, su cómplice va tras ella. Lleva un pantalón blanco y blusa negra. Revisa y toma el único par de billetes que encuentra. Le digo que se quede con el dinero y le pido (le ruego) que me devuelva y que el resto son sólo documentos. Me mira con sabor a poco y con una mueca de desprecio me la entrega.
Tomo la bicicleta y ya no me interesa si está en rojo o del color que le venga en gana y emprendo velozmente la retirada sin mirar atrás.
“Maleantes de mierda, esto no se va a quedar así”, pienso. Llego al comando de la Heroínas y al primer uniformado que encuentro en la puerta le digo que quiero denunciar un robo. “Vaya a la Felcc de la laguna”, me dice
No me conformo e ingreso a la oficina donde encuentro a otro oficial, y antes que me mande a la laguna le digo que soy de la prensa y le cuento lo ocurrido. Le digo que no me interesa recuperar los Bs 70 robados pero que me preocupa que los ciudadanos estén tan desprotegidos en esa zona peligrosa y que la Policía debería hacer algo.
Y en tono paternal me explica que ellos hacen otro tipo de patrullaje, pero que vaya a la EPI que está frente a la terminal, que ahí podrían ayudarme.
Y me recomienda que tengo que decirles que soy de la prensa. “Sino no le van a hacer caso, usted sabe por ahí por la Aroma son gente peligrosa, además están con enfermedades y los camaradas tienen miedo”.
Me despido. Salgo a la calle e instalo los audífonos en mis oídos: la melancólica y suave trompeta de Chet Baker me viene bien en este momento. Pienso que tengo que llegar a casa a bañarme y desinfectarme.
“¡Que canas tan hijos de puta!”, murmuro.
El autor es periodista
Columnas de MICHEL ZELADA CABRERA