Carta de mi perro a unos pirómanos
Señores pirómanos, dos puntos. Me llamo Bruno, tengo nueve años y dicen que soy un pastor alemán, pero trucho. No sé qué significa eso, sólo lo anoto para informarles que soy un perro. Si, un mamífero carnívoro de la familia de los cánidos, como dice Wikipedia.
Tengo la desdicha de encontrarme justo a media cuadra del lugar donde ustedes y sus motocicletas y sus maderas y sus llantas y sus troncos bloquean una carretera troncal. Los motivos de su medida no me interesan. Dicen que están en contra de la anulación de los dos tercios en la Asamblea Legislativa. Los perros no tenemos representación ahí, así que si se matan o se mueren por tal cosa a mí no me afecta en absoluto.
Lo que sí me afecta y me está consumiendo la existencia son sus malditos petardos, cohetes, dinamitas, cachorros o lo que se llame. Toda una noche entera y hasta el amanecer y nuevamente durante el día explota y explota, retumba y retumba, como un ciclo infinito.
Y con cada explosión mis oídos y mi cabeza estallan, mi cuerpo empieza a temblar y siento que tengo que huir, pero por más que corro, me desespero y busco refugio debajo de la mesa, de la silla, de la cama no logro calmar esa sensación insoportable. La garganta se me obstruye, mi respiración se hace más intensa y el sonido letal sigue ahí.
Señores pirómanos, si, les digo pirómanos porque no son otra cosa. Comprarse explosivos por cajas y cajas sólo para tener el placer de encenderlos y generar su pequeño incendio ante sus ojos y luego gozar con el estallido, solamente puede ser obra de un pirómano.
No hace falta ser zoólogo para darse cuenta de que los perros tenemos una altísima agudeza auditiva y olfativa, que los pinches humanos ni se la imaginan, y siento con tal intensidad el olor a humo de las llantas y maderas que ustedes, señores pirómanos, queman toda la noche afectando el aire de todo el vecindario.
Ya párenla señores pirómanos. No sólo soy yo el único afectado, mi amigo gruñón, quien además es el perro más viejo de la cuadra está al borde del colapso nervioso. La coqueta caniche de la esquina y su no menos coqueta dueña tuvieron que huir del barrio. El ch’api que me corretea todas las mañanas ya no sale más. Y seguramente todos mis carnales de la ciudad están en la misma situación por sus malditos “juguetes”, que para nosotros son letales y despiadados instrumentos de tortura. Ya párenla.
El autor es periodista
Columnas de MICHEL ZELADA CABRERA