El estado del debate sobre el empleo
La Constitución Política del Estado (CPE) reconoce que todas las formas de organización económica “tienen la obligación de generar trabajo digno y contribuir a reducir las desigualdades y a erradicar la pobreza” (Art. 312). El Artículo 54 señala que “es obligación del Estado establecer las políticas de empleo que eviten la desocupación y la subocupación para crear, mantener y generar condiciones que garanticen a las trabajadoras y los trabajadores posibilidades de ocupación laboral digna y remuneración justa.”
Históricamente, los problemas como la pobreza y el empleo han sido parte de un discurso político que no ha estado acompañado de políticas públicas que contribuyan efectivamente a eliminarlos. Aplicar los mandatos de la CPE es un desafío que requerirá superar los enfoques sectoriales tradicionales –con sus múltiples objetivos dispersos y hasta contradictorios– para hacerlos funcionales a una estrategia centrada en la creación de puestos de trabajo y de empleo dignos, productivos y sostenibles, y orientada al fin esencial de lograr el bienestar (vivir bien) para el conjunto de la sociedad.
En la actualidad, los enfoques sectoriales plantean, en relación al empleo, una agenda muy superficial en cuanto a las metas, pero operativamente compleja y marcada por tendencias a segmentación, fragmentación y trivialización de la problemática del empleo, que distraen el adecuado tratamiento de este fundamental tema; de hecho, están induciendo a una serie de falsos debates que es necesario superar si se espera diseñar una estrategia coherente para dar respuesta a las expectativas de la gente y consolidar procesos de crecimiento.
Una primera área del debate se centra en la tasa de desempleo abierto o en la incidencia del desempleo en ciertos segmentos. Las altas incidencias del subempleo, de la precariedad e informalidad del empleo –aunque no cuantificadas precisamente– restan valor concreto a las tasas oficiales de desempleo. Por otra parte, para algunos es más relevante el desempleo de mujeres, el de los jóvenes o el de otros grupos socialmente vulnerables; en otros casos, la preocupación es más bien la magnitud del trabajo infantil, trabajo forzado, etc.
Un segundo ámbito de debate, es la calidad del empleo. El pleno empleo es del orden del 60% mientras que la formalidad no supera el 35%. Frente a estas cifras, es aún más evidente que la tasa de desempleo abierto es poco relevante al caracterizar la dramática realidad del empleo en Bolivia: sólo una de cada cinco personas ocupadas (el 20%) tiene un empleo formal y pleno, en tanto que los otros cuatro (el 80%) están afectados por diferentes grados de precariedad.
Un tercer ámbito tiene que ver con los sectores que ofrecerían posibilidades de contribuir a mejorar la creación de puestos de trabajo. Prácticamente todos los sectores proclaman ser intensivos en mano de obra sin consideración alguna de los criterios más básicos de calidad del empleo, como el valor agregado o la productividad del trabajo, que permitirían distinguir conceptualmente entre “ocupaciones” y empleo digno.
Finalmente, también se debate la pertinencia, relevancia o efectividad de ciertas acciones o servicios, y de políticas de mercado laboral –como el salario mínimo, seguridad industrial, salud ocupacional, etc.− que se adoptan en el marco de la Ley General del Trabajo, y la de los proyectos o programas específicos “de empleo”, como el microcrédito, la capacitación laboral o los de “empleabilidad” y, naturalmente, los programas de empleo de emergencia que, regularmente y bajo muchos nombres, se aplican desde 1986.
En síntesis, en línea con las prioridades del pensamiento económico más ortodoxo, que tiende a invisibilizar conceptualmente el trabajo humano, los debates políticos, económicos y sociales sobre el empleo se están diluyendo en la discusión de los medios y no de los fines, de los síntomas y no de las causas. Un efecto cada vez más peligroso de esta agenda es la creciente trivialización de este grave problema y la acelerada difusión del concepto de “ocupación” como sinónimo de “empleo”.
Pero, como consecuencia, en los hechos la precariedad del empleo y su baja productividad acentúan la desigualdad en la distribución del ingreso, deprime los salarios, reduce el ingreso disponible y el consumo, y eleva el desempleo formal. En general, mayor desigualdad implica bajas tasas de crecimiento y menor capacidad para mejorar los factores que determinan el bienestar, como la salud y la educación. De ahí que los países con mayor desigualdad tienen −necesariamente− menor desarrollo humano; alternativamente, la mayor equidad promueve el crecimiento con desarrollo humano.
Desde esta perspectiva, la creación agresiva de empleo productivo es la primera condición para salir de la encrucijada de la pobreza y el bajo desarrollo. El incremento del empleo digno y productivo resulta necesariamente en mayor ingreso de los hogares y de la economía en su conjunto, promoviendo un crecimiento social y económicamente sostenible. Vale decir que toda política que resulte en el aumento sostenible de actividades económicas con mayor nivel y calidad de empleo productivo y de los salarios contribuirá, necesariamente, al crecimiento de la economía y a la equidad social, promoviendo además condiciones que otorgan la necesaria sostenibilidad y viabilidad social a los procesos económicos, políticos y sociales.
El autor es coordinador del proyecto del cual toma su nombre esta columna
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