Sin transición energética el futuro es más sombrío
En más de una oportunidad se ha reclamado la urgente necesidad de encarar un plan de transición energética (PTE), sin que se perciba el más mínimo interés por parte de las autoridades para encaminar esa transición que todos los países, incluso nuestros vecinos, han tomado muy en serio desde hace varios años.
En breve, un PTE es una política de Estado para transformar la matriz energética del país, incorporando las energías renovables no convencionales (ERNC) a la generación eléctrica, mediante acciones concretas y plazos definidos.
Bolivia tiene dos razones de peso para elaborar y aplicar un PTE. La primera es la suscripción de acuerdos internacionales (COP-21) que nos obligan a disminuir las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera a la mitad de las actuales, hasta el año 2050. En Bolivia, esas emisiones se originan, más que en el sector energético, desde la quema de cobertura vegetal. Por tanto, la tarea es simple: proteger los bosques y regular las quemas agrícolas.
La segunda razón es más relevante: el ciclo del gas (principal sustento de la economía del país) está agonizando y el resfrío de sus exportaciones provoca la fiebre de la balanza comercial energética, próxima a ser deficitaria. Se produce menos gas, se lo exporta menos y a precios cada vez menores, mientras se sigue importando y subsidiando combustibles.
En ese contexto se perciben dos actitudes: el empecinamiento en seguir buscando fuentes no renovables que mantengan campante al inviable modelo de desarrollo rentista y la voluntad de encaminar una transición hacia el uso masivo de las fuentes de ERNC, que abundan en el país y detonarán una transformación estructural del modelo actual.
El Gobierno de Luis Arce, contagiado por el virus del populismo, parece obstinado a aferrarse a un modelo rentista, agotado e insostenible. El avance de las ERNC no se detendrá porque se perfore exitosamente uno o dos pozos más o se construya con dinero público otro elefante azul, como la polémica planta de biodiésel. Sin contar con que, sin importar las intenciones, las empresas estatales han demostrado ser, en su mayoría, un mal negocio para el Estado; una deuda oculta, diría mi abuela.
Por tanto, más vale estar preparados y tener una “vacuna” con que enfrentar la dura realidad que nos traerá el fin del ciclo del gas. Ciertamente es necesario optimizar el uso del gas como recurso energético y financiero durante la transición, para lo cual deben caer las barreras ideológicas que han llevado al estancamiento del sector y a espantar los escasos capitales de riesgo. Simultáneamente, un plan de electrificación masiva del país, en todos los nichos posibles, asegurará la “energía para los bolivianos”, permitiendo ahorrar el escaso gas que nos queda.
Es cierto que las ERNC no generan regalías ni IDH, pero sí empleo y riqueza, sin necesidad de apostar a quiméricas exportaciones de electricidad. Para ese fin, se requieren cambios en las leyes para fomentar la generación distribuida, para que nuevos actores, de todo tamaño, puedan invertir y contribuir al aprovechamiento de sol, viento y agua. ¿Qué se espera para incentivar la electromovilidad urbana y desalentar el uso de combustibles contaminantes y subsidiados en las ciudades? ¿Cuánto ahorro se tendría sustituyendo en las minas el diésel por electricidad?
Finamente, un estudio, encargado recientemente por el Programa las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) a la Universidad Católica Boliviana, ha abordado toda esa temática y ha propuesto una “hoja de ruta” para construir en plazos razonables el plan de transición energética que Bolivia requiere y espera, detallando tiempos, actores y acciones. La pelota está ahora en la cancha del gobierno.
El autor es físico y analista
Columnas de FRANCESCO ZARATTI