Fútbol, pasión, manejo y gestión: dime con quién andas y te diré de que sociedad eres
La primera vez que he pateado una pelota, cuando ya tenía la capacidad de retener emociones significativas en la memoria de mis buenas sensaciones, entendí que verla rodar hacia adelante podía significar uno de las satisfacciones más grandes en el mundo de mi infancia. Un poco más allá con los años, comprendí que el toque final que se le daba a ese balón de ensueño representaba todo un trabajo previo personal para encontrar la manera de lograr que el esférico vaya donde el pensamiento deseaba que fuera. Como el humano es un ser social en relaciones, también asumí que el juego con pies y balón tenía que complementarse en equipo con amigos y compañeros, asumiendo cada cual un rol para llevar el objeto “de nuestras buenas patadas” hasta la meta soñada. Tratándose de maniobras de conjunto, el sueño se iba a lograr por medio de una telaraña creativa de toques y pases dentro un espacio marcado de una cancha de eterno juego, inmediatamente después de las clases y de la merienda. El resultado de nuestro esfuerzo grupal apuntaba a poder gritar ese gol, “propósito por fin logrado”, cada vez que llegábamos a empujar el esférico dentro del arco “del otro lado”, enseñándonos a aplicar esta lógica también en la sociedad. Es así que descubrí que para jugar el fútbol (así se llamó el juego) se necesita también de un adversario coyuntural, con los mismos sueños y la camiseta simplemente de otro color. Nada grave, si no se pierde de vista la idea que, para jugar fútbol, no podíamos hacerlo solos y hay que contar mínimamente con dos equipos.
Crecí en un país no precisamente de gran tradición futbolera. Hasta que estuve allí, los jugadores eran semiprofesionales, es decir por la mañana me los encontraba cumpliendo una actividad laboral por las calles de nuestra ciudadela y, por la tarde, los veía entrenar y prepararse para el partido del domingo. El fútbol se mantenía dentro de parámetros sanos de juego y de disciplina deportiva conducida por dirigentes que, en su mayoría, cumplían funciones de servicio al club de pertenencia, de todo corazón y ad honorem. El dinero y el acceso a mayores cantidades de fondos hizo que algunos clubes prosperaran de otra manera, obligando a los demás a entrar en una misma carrera, cada vez menos deportiva y más financiera para no perder el paso de los demás. Aparecieron patrocinadores que fueron marcando decisiones dentro del club y, finalmente, dinero extra para quienes se alinearan a una nueva manera de ver el fútbol como un proyecto de gestión más administrativo y financiero. El fútbol fue perdiendo su esencia en nombre del espectáculo de oferta de jugadores más cotizados, más robóticos físicamente, súper galácticos y de gran renombre que pudieran atraer a más público. Junto a ellos, dirigentes que hicieron del fútbol una profesión y clubes acumulando deudas para seguir en onda que, a menudo, conllevaron a su quiebra.
El fútbol, pasión de multitudes no solo para los que lo juegan sino también para los que lo miran como espectadores, se convirtió en un negocio (y, despectivamente, en un negociado) en el mundo y también en nuestras latitudes. Se habla de grandes emprendimientos que rinden económicamente: quien tiene plata, consigue a los mejores jugadores como si de mercancía se tratara. Lo bueno es que, tratándose en definitiva de un juego, las disputas entre David y Goliat todavía permiten que el pequeño pueda enfrentarse al gigante con un resultado no del todo predefinido. En esas condiciones, ganarle a Goliat tiene su propio gustito porque motiva a esfuerzos agigantados (al famoso amor por la camiseta, al amor propio, a la dignidad, pero también al “hacer bien las cosas” para lograrlo).
Allí va: el fútbol como un medio para hacernos mejores personas. El fútbol cumpliendo un rol en la sociedad para aprender a “jugar limpio” (fair play), dentro de la cancha y afuera. Si perdemos de vista aquello, saltamos lo esencial del fútbol y pasamos a las vivencias que, como ciudadanía, tanto daño nos hacen, esas del “todo vale” o del “fin justifica los medios”: las trampas, el engaño con las edades de los jugadores, el pago corrupto a entrenadores y dirigentes para poder jugar, la compra de resultados, las gambetas al estatuto y a los reglamentos, la cancelación de favores a cambio de un voto al momento de elegir a nuestros máximos ejecutivos y el desconocimiento o la desafiliación (por cierto ilegales) a quienes pretenden ser diferentes o piensan de otra manera.
Por medio del fútbol, sigamos enseñando a las nuevas generaciones valores y principios que construyen sociedad y país. Pensemos en esta suerte de propósito mayor, al momento de tomar decisiones como las que vemos en estos días y dejaron a miles sin fútbol.
El autor es investigador del CESU-UMSS
Columnas de SILVANO P. BIONDI FRANGI