La juventud y la incomprensión de los problemas actuales
No es superfluo llamar la atención acerca de los aspectos poco promisorios de la actual juventud: la indiferencia política, la falta de ideales y el rol central del alcohol y las drogas. Investigaciones realizadas en numerosas sociedades concuerdan en que los principales valores de orientación de los jóvenes son las modas dictadas por los medios masivos de comunicación, el consumismo desenfrenado y el hedonismo mercantilizado.
Hace más de medio siglo, con anterioridad a la actual masificación globalizada, en los sectores juveniles ardía —a veces— el fuego de la utopía y la renovación sociales; la generosidad y el desprendimiento constituían rasgos de su carácter; y se hallaba abierta hacia los tesoros del conocimiento y la cultura. Es obvio que hablo del pasado, embellecido probablemente por la distancia y la nostalgia. Los jóvenes de antes acariciaban quimeras y sueños proclives al engaño y al totalitarismo, pero también favorables a la esperanza de un mundo mejor.
Lo más rescatable y valioso de aquella juventud era su curiosidad hacia otros mundos y otras épocas, es decir el deseo desinteresado de aprender y comprender. Era usual el admirar las grandes obras del arte y la literatura. Existía el anhelo de entender los grandes proyectos sociopolíticos de otros países. ¿Quién entre los jóvenes de hoy toma en sus manos un libro de historia o filosofía?
En el presente no existe casi nada de aquel designio de conocer mejor la propia sociedad, y las ajenas. Según Mario Vargas Llosa, los jóvenes de hoy no desprecian la cultura porque ni siquiera se han enterado de que existe. Los que acuden a una universidad, lo hacen para seguir carreras comerciales, muy alejadas de la investigación científica. Y los poquísimos jóvenes que pueden ser calificados de intelectuales se consagran a las teorías relativistas y a los estudios postcoloniales e indianistas, disciplinas que exhiben una inclinación convencional a mezclar un marxismo tercermundista muy diluido, con argumentos enmarañados, difusos y abstrusos. Lo criticable de estos enfoques es, sobre todo, su carácter previsible. Si las conclusiones están ya predeterminadas, faltan los elementos de sorpresa y admiración, y, por ende, la posibilidad de aprender algo genuinamente nuevo. Y el idioma más usado es un curioso castellano que imita al inglés americanizado y netamente provinciano de corte mercantil.
Nuestros cientistas sociales de las generaciones juveniles no ponen en duda las bondades de la modernidad y no dejan testimonios de un espíritu genuinamente crítico. Se dedican, por ejemplo, a cuestiones altamente especulativas en torno a la identidad histórica de los grupos indígenas, pero no descienden a los fenómenos concretos, como los valores mercantiles de orientación de los sectores indígenas, las pautas meramente imitativas de los estratos medios, el proceder antiético de toda la clase política boliviana y la marcada indiferencia de la mayor parte de la población del país ante los daños irreversibles causados al medio ambiente.
Lo alarmante radica de modo claro en el desinterés que los jóvenes de las etnias indígenas han mostrado ante los bosques tropicales que arden. Es más: ningún grupo campesino, ninguna representación de los trabajadores del campo y ningún intelectual indianista ha expresado la más leve crítica ante el mayor desastre ecológico de la historia boliviana. ¿Desastre? En el fondo casi todos están contentos con el resultado, pues una hectárea limpiada de la molestosa naturaleza (el bosque) vale mucho más que una hectárea cubierta de vegetación.
Es difícil pasar por alto la importancia de esta temática, que es fundamental para comprender la mediocridad, la deslealtad y el arribismo de nuestra clase política, el grado alarmante de corrupción y corruptibilidad en la administración pública y, ante todo, la increíble ingenuidad de las masas. Sobre estos temas nuestros jóvenes intelectuales extienden el discreto manto del silencio y del olvido. Su interés es claramente tecnocrático: prefieren asuntos menos controvertidos y temas que posteriormente les brinden un acceso privilegiado a la burocracia estatal. El resto —la cultura propiamente dicha, el ancho mundo, la ética social y el destino del planeta— les es indiferente.
El autor es filósofo
Columnas de H. C. F. MANSILLA