Las lluvias y las prácticas ciudadanas
Si hay una época que suele gustar es la marcada por la llegada de las lluvias: el olor que provoca en la tierra al mojarla (petricor se llama), su sonido —no en vano se han escrito varios poemas al respecto—, el ambiente que crea —casi siempre nostálgico— y hasta los colores que desencadena. Sin embargo, las épocas de lluvia sacan también a relucir, sobre todo en las ciudades, las deficiencias existentes en el ámbito ciudadano.
Tomemos como ejemplo, nuestra llajta. Si analizamos la relación ‘lluvias y ciudadanía’ se constatan distintas dificultades de índole social y político. De partida, son evidentes los problemas que devienen de las falencias de los servicios públicos en la atención de las complicaciones provocadas por las aguas de las lluvias: calles inundadas, pavimento destrozado, rebalses de cloacas; sin hablar de las inundaciones, los desbordes de los ríos y la generación de mazamorras. Un sinfín de dificultades que, olvidadas en el transcurso del año, resurgen en estos tiempos mojados.
Pero no solo se visibilizan las falencias de los gestores públicos frente a los ciudadanos, sino, principalmente, las deficiencias de las personas en sus prácticas ciudadanas. Desde grandes hasta pequeñas y cotidianas actitudes que dan cuenta de malas prácticas ciudadanas y que se hacen aún más visibles con la llegada de las aguas.
Ejemplos sobran. Desde los más extremos entrevistos en los deslizamientos de tierra y casas que se caen —mostrando el problema de asentamientos ilegales propiciados por grupos de loteadores (y avalados por funcionarios públicos)— hasta los más cotidianos —normalizados en nuestros imaginarios citadinos— como la multiplicación de los desagües trancados debido a la basura acumulada y que transforman a las calles de la ciudad en verdaderos lagos. En éstas nunca falta el (la) chofer que, sin importarle su conciudadano, las recorre a grandes velocidades provocando olas de agua sucia que empapan a los transeúntes.
Y es que hay una tendencia en Bolivia a considerar que el ejercicio ciudadano se limita al buen proceder en los actos cívicos o al amor por —y las disputas entorno a— los símbolos patrios. Sin embargo, más allá de estas prácticas ciudadanas en las que somos campeones (basta ver las justificaciones del cierre de la Plaza Principal los días lunes a las 7:30 de la mañana para entonar el himno nacional), definitivamente, en el resto nos aplazamos.
La ciudadanía en el país está pensada en términos de derechos y no de obligaciones. Y ello se complica cuando se observa que, en la búsqueda por profundizar derechos, no importa perjudicar a todos los otros citadinos, con los que definitivamente no se busca convivir. Se construye así, una sociedad cada vez más fragmentada entre varios “nosotros” y “otros”, luchando permanentemente por imponer sus diversas demandas —siempre consideradas legítimas.
La idea rousseauniana de “contrato social”, ya discutida hace tres siglos, está lejos de normar nuestras conductas. Ese pacto social, que posibilita la construcción de comunidad sobre la base del funcionamiento de instituciones, normas y reglas de convivencia y de respeto mutuo, definitivamente no funciona. Y ello hace que, en nuestras prácticas e imaginarios, todos los considerados “otros” se transformen cada vez más, al estilo sartriano, en el símbolo de un infierno, cuyas llamas, en vez de apagarse, acaban reavivándose con cada gota de lluvia que cae en la ciudad.
La autora es responsable del Área de Estudios del Desarrollo del CESU-UMSS
Columnas de ALEJANDRA RAMÍREZ S.