No sabemos aburrirnos
En 2014, la revista Science publicó los resultados de un experimento que consistía en lo siguiente: A un grupo de personas se les ofrece la posibilidad de pasar 15 minutos en una habitación a solas, sin celulares ni nada. Pero, antes de entrar, se les dice a todas si estarían dispuestas a darse descargas eléctricas mientras están así, simplemente solas.
Todas, obviamente, dicen que no. Pero… Cuando entran y pasan una media de 6 minutos, un alto porcentaje de ellas se da descargas eléctricas.
Así lo cuenta el profesor español José Carlos Ruiz en un video apasionante para quienes nos gusta la filosofía. Él, de acuerdo con su relato, explica que la conclusión es que cuando intentas dejar tu mente tranquila, calmada o en blanco, está tan acostumbrada y es tan adicta a la hiperactividad, a la búsqueda de emociones constantes, que a los 6 minutos eres capaz de electrocutarte, es decir, de hacer algo que antes era impensable.
“Tenemos una drogodependencia emocional que hace que vayamos saltando de una emoción hacia otra sin tener el parapeto de la distancia y el tiempo. Es decir, somos incapaces de tomar distancia de la realidad inmediata que tenemos y somos incapaces de tener el aprecio del tiempo en un tempo un poquito más tranquilo. De manera que cuando nos sucede esto, cuando la adicción hacia las emociones es muy alta, entramos a lo que yo llamo el ‘síndrome de abstinencia contemporáneo’, que es la hiperacción. La hiperacción no deja de ser esa respuesta de cuando te llega el síndrome de abstinencia ponerte a hacer cosas, lo que sea con tal de no estar a solas contigo mismo. Esto es preocupante”.
La preocupación de Ruiz tiene que ver con algo que, a unos más, a otros menos, nos toca a todos. Si abrimos un poco los ojos podremos observar cómo en nuestro entorno, o en nosotros mismos, hay una especie de pérdida de noción de la realidad como parte de un fenómeno de ansiedades individuales que empujan a conectarse compulsivamente con un mundo virtual y conforman una “nueva” sociedad hiperactiva —tal cual quedó demostrado en dicho experimento— al punto de la irracionalidad.
El apego desenfrenado a la tecnología y, sobre todo, la adicción a las redes sociales, en el marco global de la era de las telecomunicaciones, está provocando un cisma en el seno de la sociedad tal como la concebimos hasta ahora. Es curioso porque, a la vez que posibilita vínculos impensados hace poco más de una década, rompiendo cualquier límite geográfico (espacio) y venciendo las barreras del tiempo con la instantaneidad, esa unión de dos o más voluntades que se conectan desde dispositivos electrónicos generalmente individuales también fomenta el aislamiento, el encierro dentro de uno mismo por lo que no solo implica un caldo de cultivo para el egoísmo y otros “ísmos” no deseados, sino que además promueve la incomunicación presencial.
Hay diversos estudios sobre los problemas que genera la falta de comunicación cara a cara. Los mensajes por WhatsApp, ya sean de texto o de audio, están reemplazando a la conversación en la mesa o en la calle —por supuesto que a esto ha contribuido la pandemia al encender las alertas de las personas que antes se decían las cosas a distancias mínimas, en completa libertad, y ahora deben guardar distancia con justificados temores, y algunas incluso han dejado de verse hace dos años.
Tecnología y riesgo sanitario nos privan cada vez más del afectuoso saludo de abrazo y beso, toda una antigüedad de los tiempos en que la gente se entendía hablando “como la gente”, con la sinceridad de los ojos mirándose unos a otros y sin necesidad de que una pantalla nos (des)figure como personas, tal vez, deshumanizándonos.
Solos en nuestra habitación de “descargas eléctricas”, obsesionados por las máquinas de distracción que ponen en serios aprietos el futuro de nuestras manos bajo la amenaza de esa ya no tan curiosa enfermedad denominada “tendinitis digital”; adictos a las emociones hasta el colmo de que de un minuto a otro saltamos de información en información sin siquiera haber asimilado la primera, quizá haya llegado el momento de preguntarse si no habremos perdido la inteligente capacidad de saber aburrirnos.
El autor es periodista y escritor
Columnas de ÓSCAR DIAZ ARNAU