Que el sueño siga siendo el motor
No es fácil sobrellevar la vida de estos tiempos. Rodeados por un sinfín de dificultades y problemas, el ánimo corre el riesgo de irse rápidamente abajo. La presencia de la Covid-19 que perdura en el tiempo, no nos da tregua y, ciertamente, complica nuestras cotidianidades. El afán económico de buscarse el diario subsistir en una abrupta escasez de fuentes de trabajo estable y duradero, pero también de enfrentarse con los gastos debidos a la enfermedad si es que te toca (y es lo más probable, tarde o temprano), se transforma en una tremenda preocupación para muchos, lo que finalmente comporta estados de ansiedad que van arrastrando hacia abajo la moral hasta de los más fuertes.
Aun así, la vida continúa y el esfuerzo de cumplir con determinadas tareas fundamentales para el buen funcionamiento de la sociedad se hace noble y casi milagroso en algunos aspectos y resultados. Justo en estos días, ha empezado una nueva gestión educativa y muchos escolares y estudiantes entran en la hermosa rutina de pasar clases. Algunos de forma presencial y otros de forma virtual: de todas maneras, todos ocupados en “otros” ámbitos y ambientes que les ayudan a distraerse de los desasosiegos presentes en el entorno familiar y en la propia sociedad. Cada día, el empeño para mejorar los centros de atención en salud se hace notable, demostrando esa voluntad necesaria de superar obstáculos y conflictos que, de por sí, ya es un himno a la vida.
En estas duras condiciones, y quizás debido a las mismas, no todo funciona como se debe: los escándalos y la corrupción serpentean igual entre nuestro caminar, los robos están al orden del día, los asesinatos, los feminicidios y los maltratos intra y extrafamiliares perduran peor que la Covid-19, las exclusiones y los odios de siempre persisten en su curso y ni qué decir de las confrontaciones que nos alejan los unos de los otros y debilitan la posibilidad de unirnos ante causas y necesidades comunes. Parecería que la sociedad del dolor va tomando la delantera a toda perspectiva de hacer las cosas de mejor manera.
La muerte súbita de ideales y utopías y el pragmatismo de dar valor exclusivamente a lo monetario conducen a amargarnos y perder el gustito por todo lo que antes nos hacía exclamar “la vida es bella”, haciendo de nuestra existencia un viacrucis en el cual la queja y el lamento se han hecho dueños de nuestro cansado andar. Lo pequeño de las satisfacciones y felicidades puntuales y del momento específico ya no cumple su rol de impulsarnos y motivarnos a sentirnos bien y seguir adelante esperanzados de que algo cambiará y será mejor: todo debe ser grande e inmediato, igualmente incapaz de satisfacer nuestro apetito de consumo, privilegiando el “tener” que, definitivamente, ha aplastado el “sentir emotivo” y el “ser”.
Se nos muere el mito griego de la diosa Esperanza que se mantiene entre los seres humanos hasta el último para consolarlos, también cuando todos los demás dioses abandonan la Tierra para subirse al monte Olimpo. Sin embargo, a lo largo del camino de nuestra existencia, queda la fe y repunta la fuerza interior (casi un instinto de supervivencia) de que, cuando se toca el fondo, todavía nos queda la voluntad (que se hace capacidad) de subir la pendiente y salir paulatinamente de la decadencia general. Vuelve la energía justa, la del “tengo un sueño” de Martin Luther King que se hace valor existencial de todo ser humano que se quiere a sí mismo, se torna digno y quiere el bien para sí y los demás. El Otro deja de ser desapercibido y se hace visible en sus dificultades y sufrimientos parecidos: un potencial aliado y compañero de camino para enfrentar las necesidades, superarlas y satisfacerlas en un querer “crecer juntos”.
Que el sueño siga siendo el motor para uno y todos, a fin de entender que debemos trabajar en comunión y mirar en conjunto puesto que, enfrentados y confrontados, quedamos débiles, demasiado débiles para sobrevivir al día.
El autor es investigador del CESU-UMSS
Columnas de SILVANO P. BIONDI FRANGI