Economías ilícitas y violencias cotidianas
En las últimas semanas se han multiplicado las noticias sobre hechos vinculados al narcotráfico: desde el encarcelamiento de una exautoridad cabecilla de una red de narcotraficantes (¡suertudo éste, hasta consiguió permiso para hacerse atender en el hospital cosa que, definitivamente, no ocurre con todos!), episodios de aprehensión de varios microtraficantes y, hasta, el más reciente, la desarticulación–a partir de un operativo internacional– de una banda internacional dirigida desde Dubái en la que Bolivia participaba activamente.
Aunque un registro hemerográfico da cuenta de un preocupante incremento en el tiempo de los reportes sobre el tema pareciera que, para la población, tanto las actividades del narcotráfico como de las economías ilícitas en general (en las que se incluyen, además, la informalidad, el contrabando, la trata de personas y de armas) forman a tal punto parte de la vida cotidiana que se han normalizado y son, en muchos casos, aplaudidas o, en todo caso, banalizadas. El caso del TikTok musical de los “pisa coca” o las diversas canciones difundidas por YouTube alabando chuteros y contrabandistas son algunos de los ejemplos que muestran cómo esta economía es aceptada y hasta alabada no sólo por su peso en el sustento y estabilidad económica familiar de un gran porcentaje de la población (¡a cuánto aumentaría el desempleo en los informes estadísticos oficiales si no existiría la informalidad!), sino como parte de un nuevo patrón de relacionamiento social e incluso de estética cultural.
Y esta suerte de “derecho al trabajo” (tal como es reivindicado por algunos grupos) es aún más aceptada ya que, aparentemente, no genera violencias. En el último informe para América Latina y el Caribe del PNUD (2021, p. 212) se excluye a Bolivia del conjunto de países donde la competencia de grupos de crimen organizado –vinculados a este tipo de economía– provoca violencias, calificándola como perteneciente a las “naciones menos violentas”, salvo en lo que se refiere a lo “doméstico” y a los “actos de delincuencia común”.
Pero ¿es esa realmente la situación? Hace un año, a raíz de una serie de feminicidios en el trópico cochabambino, me animé a plantear en una columna de este periódico (“Narcotráfico, incremento de la violencia e inseguridad”, 10/03/2021) que había que leer los mismos no solo como parte de la creciente violencia de género en el país, sino también como sucesos vinculados al narcotráfico. Prosiguiendo con la hipótesis, hoy hay señales de que, cada vez más, diferentes hechos de violencia –de género, generacional, violencia interciudadana y de inseguridad– están vinculados con la economía ilícita: desde los diferentes tiroteos entre policías, contrabandistas y pobladores en las fronteras, los avasallamientos de tierras por parte de loteadores ahora armados, algunos casos de violencia de género y hasta la creciente ola de robos armados y tiroteos gratuitos en las calles; todos ellos episodios que parecen entrelazarse con la problemática analizada.
No es que se busque minimizar los problemas estructurales de violencia doméstica o de inseguridad común como efecto de la desigualdad económica y de género en el país, sino que se plantea la necesidad de empezar a desentrañar la relación existente –y creciente– entre muchas de las manifestaciones comunes de las violencias cotidianas con las diferentes facetas de la economía ilícita. Caso contrario, podemos correr el riesgo de empezar a engrosar, pronto y formalmente, el grupo de las “naciones más violentas” debido a nuestras economías ilícitas.
Columnas de ALEJANDRA RAMÍREZ S.