Universidad, ciudadanía y Estado
La noticia según la cual un “estudiante” de 52 años de edad, y con una permanencia mayor a 20 años en la Universidad, ha estado recibiendo un sueldo superior a Bs 20.000 por labores dirigenciales ha provocado que las miradas, tanto ciudadanas como estatales, vuelquen su interés hacia la universidad pública.
Con toda razón, las denuncias, críticas y condenas no han dejado de llegar. Queriendo ganar simpatías ciudadanas, los actuales Torquemadas de la justicia no han dudado en encarcelar al denunciado (obviamente, como ya se está haciendo costumbre, sin proceso de por medio), exponiéndolo ante el público y recibiendo el aplauso entusiasta de varios sectores de la población, a quienes importan cada vez menos los derechos ciudadanos de aquellos prejuzgados como culpables.
Y, sin embargo, que hay estudiantes que permanecen décadas en la universidad pública no es noticia nueva, ni lo es el hecho de que muchos de ellos sean dirigentes. Que el cogobierno docente-estudiantil cruza por varios problemas tampoco es información de último momento; ni lo es el hecho de que muchas personas (también ciudadanos) vean y utilicen, por un lado, a la universidad como un trampolín político para luego ingresar a esferas de representación pública o, por otro, la asuman simplemente como una forma de vida.
Al contrario, hasta que estalló el escándalo, demagógicamente esta figura ha sido avalada, sustentada y defendida tanto por la gente común como por los tomadores de decisiones públicas, ya sea como una estrategia para tener aliados políticos entre las masas universitarias o como vía para evitar la conformación de movimientos de desempleados demandando el derecho ciudadano al empleo digno (como manda la Constitución). De hecho, en 2015 —muchos deben recordar— la UMSS vivió una crisis de más de tres meses, entrecruzada por temas similares a los que hoy se denuncian.
Claro, el escenario era distinto: dirigentes estudiantiles universitarios —que también cargaban con varios años de permanencia en la U— hicieron campaña —encontrando muchos adeptos— en contra del 70% de los docentes (los no titulares), tildados de incapaces y de no querer someterse a la titularización. La mayoría de los ciudadanos se puso del lado de aquellos estudiantes que hoy defenestran. Incluso, junto con la COB y varios sectores comerciantes, se armó un Consejo Universitario paralelo, que apoyaba la dirigencia estudiantil, menospreciando la intelectualidad y yendo en contra de la academia.
En ese entonces, surgió una contrapropuesta de algunos sectores académicos de la U, que vuelve a tener vigencia hoy. Frente al creciente entretejimiento entre las esferas universitarias y los distintos intereses estatales y ciudadanos, tanto políticos como económicos, partidarios o personales, se planteó la necesidad de rescatar y discutir la esencia académica de la universidad. Se trata de una entidad de formación de profesionales, pero también —y de manera primordial— de producción de conocimiento.
Si la intencionalidad es académica, el escalafón docente, la categorización de los investigadores, la institucionalización de los puestos de dirección, se transforman en los puntales meritocráticos de la gestión universitaria. En este escenario el cogobierno puede dejar de ser un espacio de manipulación, negociación y aprovechamiento político de unos y otros (tanto desde la misma universidad como desde afuera -basta ver las denuncias de intento de intromisión partidaria en el último Congreso Nacional de Universidades). Ello, contrariamente a lo que algunos analistas plantean, pasa por mantener la Autonomía Universitaria, pilar fundamental para una formación de grado y posgrado, así como una producción del conocimiento, librepensante y cuestionadora, que aporte a la construcción de alternativas sociales, económicas y productivas para la sociedad.
Columnas de ALEJANDRA RAMÍREZ S.