Mutación
Obsesionado con la idea de que su cuerpo despedía un olor a podrido, trató de acomodarse de medio lado, pero no pudo, le incomodaban las patas que se entrecruzaban unas sobre las otras, le perjudicaban sus espuelas de carnicero. Finalmente, movido por un escozor, más deseo que irritación, flexionó el voluminoso abdomen y se incorporó, sus antenas se agitaron, sus grandes ojos giraron y su cabeza rotó 180 grados.
Casi de modo instintivo se tocó el rostro con sus patas delanteras y emitió un extraño sonido. Salió del cuchitril que era su habitación con las patas recogidas y se topó con otros cuatro de su misma especie, acababan de comer, la sala se veía sucia y en el piso aún se evaporaban las comidas calientes.
—¿Quieres comer? —le preguntaron.
—Mi apetito es de otra naturaleza —respondió.
Se dirigió entonces a otra habitación, un cuartucho oscuro donde estaba durmiendo un niño de 10 años. La criatura se agachó sobre él, excitó sus antenas, estiró las patas y lo cogió con fuerza.
Al salir, las náuseas invadieron su abdomen, un temblor fuerte pero breve lo sacudió y de un costado emergió una nueva pata sanguinolenta. Estaba enfermo, él lo sabía, sucedía con cada violación, con cada droga vendida, con cada inocente lastimado; era la rutina de su existencia.
Pero estaba decidido a seguir su vida, continuar como hasta ahora, bebiendo y fumando como un alcohólico, portando armas de las que se sentía orgulloso, vendiendo drogas a diestra y siniestra y aterrorizando a sus vecinos.
Su refugio era un basural al cual nadie entraba, estaba seguro de que ninguna autoridad lo seguiría, porque era de los que estaba acostumbrado a vivir en el delito, en la violación y en el maltrato. Siempre se había preguntado por qué nunca le arrestaban, si era evidente y hasta obvio que él era un monstruo y no una persona.
Bastaba con ver el terror que causaba en los otros cuando se cruzaban con él. Aquella mutación, esa transfiguración en insecto que hace ya años había empezado era signo evidente de su vida de mierda, de su existencia criminal.
Aún recordaba cómo empezó todo, cómo con la primera víctima sintió que las manos se le fueron convirtiendo en unas horrendas patas, cómo su ombligo humano pasó a ser un abdomen gordo y verduzco, cómo le emergieron antenas y los ojos se le transformaron en colmenas.
Una mañana, de camino al muladar donde solía beber, se cruzó con un viejo de aspecto pacífico.
—Te vas a morir —le dijo.
—Vete al carajo —respondió él.
—No tienes una enfermedad del cuerpo —afirmó— lo que está podrida es tu alma.
Fue de este modo que se enteró que lo que pasaba era que su alma estaba emergiendo y que él mismo era un monstruo capaz de cualquier cosa, pero lejos de arrepentirse se rió para sus adentros, porque las criaturas como él no tienen sentimientos.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ