A 90 años del estallido de la Guerra del Chaco
Como ya predijeran personajes de mirar tan diferente, como Jaime Mendoza, Daniel Salamanca, Hernando Siles o Ignacio Prudencio Bustillos, en los años 20 se daba por descontado que Bolivia acabaría, tarde o temprano, enfrentado en una guerra con el Paraguay por la posesión del Chaco Boreal. Para unos, el enfrentamiento se veía venir “por capricho del Paraguay” —que avanzaba inexorablemente en su afán de tomar el mayor territorio chaqueño posible—; para otros, la causa sería, más bien, la necesidad boliviana de hacerse con una salida segura al Atlántico; no faltando aquellos que sólo veían con molestia que un país pequeño como el Paraguay osara desafiarnos, tratando de quitarnos un territorio cuya posesión estaba respaldada por papeles que se remontaban a la Colonia, obligándonos a “pisar fuerte en el Chaco”.
A pesar del triunfo diplomático obtenido por nuestro país en 1929, a raíz de la toma paraguaya de fortín Vanguardia, pocos quedaron satisfechos en ambos países. En el caso de Bolivia, no faltaban los que repetían las palabras de Hans Kundt quien, sin haber pisado el Chaco, aseguraba que, con no más de 3.500 hombres, se podía derrotar al enemigo del sudeste e, inclusive, tomar Asunción. De todos modos, nadie dudaba de nuestra superioridad militar, confiando en que un nuevo choque en el sudeste sería el definitivo para expulsar al invasor guaraní.
En ese enrarecido ambiente, la diplomacia siguió su trabajo, con las sesiones de la Conferencia de Neutrales en Washington. Creada a raíz del incidente de Vanguardia, sus componentes, encabezados por Estados Unidos, esperaban llevar a los dos países sudamericanos a una avenencia definitiva. A pesar de la excelente labor de los representantes bolivianos Eduardo Diez de Medina y Enrique Finot, prácticamente nada se había avanzado a marzo de 1931, cuando asume la presidencia don Daniel Salamanca.
Salamanca, que era considerado el promotor más firme de llegar incluso a las armas para hacer respetar la soberanía nacional en el Chaco, encontrando vacías las arcas públicas y poco preparado y dividido al ejército —como consecuencia del golpe de junio de 1930, que abortó el intento prorroguista de Siles Reyes—, cambió de criterio, afirmando explícitamente que “la guerra no nos conviene en este momento” y, más bien, impulsó una política de penetración pacífica, haciéndose del mayor espacio posible, sobre todo cerca del río Paraguay, con la esperanza de que la Conferencia de Washington derive en un arbitraje que parta de las posiciones que cada país ocupaba ese momento en el territorio en disputa.
Sin embargo, dos hechos trastocaron esos planes. El primero, se dio en julio de 1931, al haberse divisado desde el aire una apreciable extensión lacustre en el corazón del Chaco; el segundo ocurrió dos meses después, cuando tropas paraguayas atacaron infructuosamente Masamaclay y Agua Rica, puestos de avanzada del fortín Nanawa. Mientras el descubrimiento del espejo de agua despertó el entusiasmo de políticos y militares, pues su control garantizaría el asentarse en la parte más árida de ese territorio, el favorable desenlace del choque armado hizo creer a los mandos del Ejército que futuros roces podrían resolverse sin mayores consecuencias.
Así que, cuando el comando superior decidió enviar a una expedición a tomar la bautizada Laguna Chuquisaca, lo hizo con la convicción de que el Paraguay se encontraría con el hecho consumado y, de reaccionar, sucedería lo mismo que en los alrededores de Nanawa, para luego dilucidarse sus consecuencias en Washington. Lejos estaban de imaginarse que la llegada de la expedición a cargo del mayor Oscar Moscoso a Laguna Chuquisaca —llamada Pitiantuta por los paraguayos—, aquel 15 de junio de 1932, habría de llevar a ambas naciones a la conflagración bélica, la más larga y sangrienta que sufrió el continente americano a lo largo del siglo XX.
Muchos fueron los malentendidos e incomprensibles las diferencias de criterio en la conducción de la guerra que se dieron entre el Poder Ejecutivo y los sucesivos mandos militares, y criminales las disputas, roces y negligencias al interior de esos mandos arrastrando al país de derrota en derrota, a pesar de triplicar al enemigo en fuerza combatiente y contar con similar capacidad de fuego en tierra y evidente superioridad en el aire.
Aunque se están cumpliendo 90 años de ese momento que cambió la historia patria, aún no se terminan de dilucidar sus verdaderos orígenes inmediatos, el real papel que desempeñaron los actores civiles y militares involucrados en la contienda y, sobre todo, las verdaderas razones para que las dos naciones más pobres de Sudamérica se embarcaran en una guerra fratricida, que acabó con la vida de más de 50.000 combatientes y significó para Bolivia la pérdida de 240.000 km2. Tal vez el responder satisfactoriamente esas incógnitas permita entender mejor el devenir patrio posterior, cuya forja se dio en los sangrientos campos del hostil territorio del sudeste boliviano.
Columnas de RAÚL RIVERO ADRIÁZOLA