(No) hablemos de fútbol
No nos convocará el infierno por dejar de ir al estadio. Una verdad inaceptable para esa masa de fanáticos atiborrados en las graderías, con las caras aplastadas contra la malla olímpica, que apenas ven el partido por tanto saltar, cantar, insultar, escupir y orinar. Una turba que es un mar ruidoso cuando su equipo gana y un huracán de vandalismo cuando pierde.
Esta es una afirmación inconcebible también para el futbolero Evo Morales, que durante su dilatada gestión presidencial mandó a construir numerosas canchas y estadios desmesurados, viajó al extranjero en el avión presidencial para asistir a partidos en los que no jugaba Bolivia y fue parte del once titular en incontables juegos donde no se lo recuerda por un gol, un pase o una finta de antología, sino por el desleal rodillazo en la cristalería que le propinó a un rival de la opositora alcaldía paceña. Hace poco, en su condición de influencer, viajó a Buenos Aires y, lejos de visitar la Casa Borges, el Café Tortoni o la librería El Ateneo, fue por enésima vez a La Bombonera, ingresó a la cancha e hizo una graciosísima demostración de técnicas con la rodilla, la manzana de Adán y la pantorrilla, serie de torpezas que, bien saben los futbolistas, no tienen que ver con la edad ni el sobrepeso.
El fanatismo por el fútbol es un mal que padecen muchas sociedades, pero resulta particularmente patético en Bolivia, dada la triste realidad de este deporte. A pesar de estar conscientes, o al menos tener la sospecha de que el espectáculo será deplorable -y que en caso de ser una copa internacional nuestros equipos recibirán una waska severa-, las ciudades se detienen el día del partido, las calles se cortan abusivamente desde medio día, priorizando la comodidad de esa hinchada que regala su tiempo y paga por su entrada y la de sus pobres hijos para sentarse sobre una superficie de hormigón durante más de dos horas, comerse la uñas y perder el control de sus emociones frente a un evento totalmente ordinario.
Por si esto fuera poco, durante toda la semana, los medios de comunicación destinan los horarios estelares a programas deportivos que repiten la consabida historia, conducidos por periodistas elementales que debaten sobre los matches con pretensiones sartreanas. Amenizan sus programas con entrevistas a jugadores y entrenadores -todos con acento argentino- que ganan muchísimo en contraste con lo poco que juegan.
A este panorama, tragicómico como los comentarios de Fermín, se suma la machacante figura de los futbolistas del 94 que, según un locutor, “tienen un considerable peso específico” (¿?). A pesar de haber pasado 28 años de su proeza, no hay que descartar que un dirigente de los que abundan o que un político busca-prensa tenga la iniciativa de volverlos a convocar a la selección, y que ellos no sólo acepten sino que además tramiten su renta vitalicia, aquella que no prosperó con el proyecto de ley que presentó un fanático diputado oficialista.
En cambio, es incomprensible el abandono por parte del Estado a los deportistas que, contra viento y marea, destacan internacionalmente: atletas, boxeadores, ciclistas, tenistas y raquetbolistas que apenas se dan modos para subsistir y deben viajar por sus propios medios para participar en competencias internacionales. Cuando solicitan apoyo, el Gobierno les pone enfrente al monstruo de la burocracia, capaz de ahuyentar al más tenaz, y luego tiene el descaro de insertar su logo y publicitar las fotografías donde ellos salen en el podio. Por motivos así, hay una fuga de deportistas bolivianos representando a otros países que les ofrecen mejores condiciones.
En vez de perder toda una tarde en ir al estadio para ver partidos funestos, es más sensato sentarse en un cómodo sillón y ver en la televisión a equipos como el Manchester City o el Real Madrid, que dan un verdadero espectáculo de técnica, táctica, despliegue físico y profesionalismo. Y, cuando acaba el partido, dejar de pensar y hablar de fútbol hasta la semana siguiente. Al respecto, recuerdo un almuerzo en Tarija en el que un grupo de primas hastiadas le pidieron a un tío que dejara de hablar de fútbol. Luego le preguntaron si conocía al abogado que vivía en la esquina, y él les respondió, socarrón: no sé, che, ¿de qué número juega?
Saquemos al fútbol de la sopa.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE