Un Plan Marshall para el mundo
La noche anterior me visitó la musa y dejó un par de inspiraciones. Uno, el hermoso Palacio de la Ópera en Budapest había claudicado en cerrar puertas y cancelar temporadas por la crisis energética. No disponían de morlacos para pagar cuentas de energía eléctrica alternativa, ahora que el orgullo europeo había desdeñado el gas ruso sin sopesar noches gélidas y efecto inflacionario en la economía que tendría la agresión de Vladímir Putin en Ucrania. Dos, ¿abordar el tema de la crisis energética? Dos, tanta filmación de ancianas llorando y multifamiliares derruidos por misiles rusos calaron en la conciencia europea y revelaron la dimensión de reconstruir Ucrania después del fracaso de la “Operación Militar Especial”, nuevo nombre que disfraza al acorazado inglés en Antofagasta en 1879, como la invasión fracasada de soldados rusos en no sé qué cocido con muchas vocales, en lo que conocía como Kiev un siglo y “tajlla” después.
El Plan Marshall (Programa de Recuperación Europea) inyectó 20 millardos estadounidenses en las economías europeas, aliadas por cierto, para revitalizar los países de Europa Occidental devastados por la II Guerra Mundial (1939-1945). Son ejes de lo que se conoce como la Unión Europea (UE), salvo el aporte de la perdidosa, y laboriosa, Alemania, ahora vacunada contra el nazismo y otras formas de autocracia dictatorial.
Peor aún, la leyenda de la heroicidad rusa en defender Stalingrado se sostiene en una verdad: atrás de las contraofensivas estaban comisarios políticos con pistola en mano, disuadiendo a soldados que volcaban la gorra en atroz coyuntura de morir por una bala soviética a las descargas teutonas. La guerra es un infierno, dicen. Sea lo que fuere, los rusos huyendo de los ucranianos no tenían tales “incentivos”.
La verdadera opción entre la fogosidad guerrera y el natural miedo a morir en alguna trinchera se verá en los 200.000 conscriptos que hoy Moscú arguye han respondido a su demanda de más tropas, y las centenas de miles que atosigan puestos fronterizos y aeropuertos escapando del servicio militar. Encima de eso, habrá que sopesar si vale la pena tanto bote de migrantes diferentes de piel, idioma, religión y educación. Similar cruce de desérticos caminos tiene Estados Unidos colindante con México: ¿preferir “latinos” de países explotados y mal gobernados, o incorporar el “espanglish” a su currículo escolar?
Hay una tercera alternativa, a la que quizá se oponen europeos colonialistas prejuiciosos y estadounidenses racistas que olvidan su pasado de inmigrantes. Los primeros son aves de paso que pueblan playas mediterráneas y sus rubias desnudan mojigaterías con tetas al aire. Los segundos preferirían ruidosos y serviciales latinoamericanos atendiendo restaurantes y cocinas; turistas gringos de camisa y bermuda variopintas tomando fotos de indios arreando auquénidos y regateando chucherías.
Hoy en día las noticias dan cuenta de atestadas “pateras” arriesgando cruzar el mar Mediterráneo y migrar de África a Europa. Los Estados Unidos bambolean entre muros “trumpianos” e incesantes columnas de indocumentados migrantes cruzando ríos y desiertos, huyendo de favelas, dictadores y desastres naturales y políticos en pos del “sueño americano”. Es momento de reflexionar cuánto del progreso de países asiáticos prósperos se deben al influjo de agentes de cambio experimentados en escuelas y sociedades ricas.
Quizá eran otros tiempos en que gocé de la cordialidad, tal vez algo condescendiente, de familias de cálida acogida, pacientes catedráticos y compañeras explorando arrumacos latinos.
Sin embargo, si otrora los europeos parcelaron continentes en colonias interesadas en recursos naturales y dictadores corruptos, ¿no sería más justo si ahora los países ricos financiaran la infraestructura, educación y empleos en sus lugares de origen, en vez de invertir en guerras europeas o succionar los intereses de deudas impagables?
Columnas de WINSTON ESTREMADOIRO