Irán: globalismo, teocracia, feminismo y sororidad
Sin importar su desenlace, la Insurrección de las Hiyabs será recordada como una eclosión espontanea de sororidad que expuso la ilegitimidad de la teocracia islamista en Irán, la hipocresía del colonialismo cultural globalista que lo encubre y la impostura de un movimiento feminista occidental domesticado y condicionado por ese nuevo orden emergente.
En ese postulado se articulan dos pares binarios: Primero, la contradicción aparente entre los valores liberales del globalismo y la paranoia de control de las autocracias que sirve de coartada para que el silencio tácito del globalismo legitime el orden político en Irán. Segundo, las posturas bipolares del feminismo occidental sobre Irán, que empezó como vergonzoso silencio y terminó reduciendo las causas estructurales del conflicto al descontento con la háyib, revelan que la aparente continuidad o relación lineal entre feminismo y sororidad esconde la dicotomía entre el enunciado y la acción; entre feminismo y políticas de la mujer.
En síntesis, globalismo y teocracia debían ser excluyentes y resultan complementarios; mientras feminismo y sororidad, que debían ser conducentes, resultan dicotómicos.
El globalismo es la nueva forma de post colonialidad. Su retórica de legitimación lo inscribe en la romántica reposición de la utopía colectivista de la aldea global, pero en lo fáctico su industria no gubernamental de promoción de las diversidades ejecuta el sostenimiento y la racionalización de las autocracias adscritas a su búsqueda de una nueva hegemonía cultural que cancele y suplante a la cultura de occidente.
El régimen de los ayatolas y la expansión de la égida de su represión ideológico-religiosa a Europa y América, justificada como ”prácticas de diversidad”, han tenido el auspicio y la legitimación de un globalismo que encuadra los excesos de la Sharía cual características de una “forma atípica de democracia”, y más bien proscribe a sus críticos como “islamófobos”.
La ejecución de la fetua de Jomeini contra Salman Rushdie, en plena Nueva York en agosto, es el testimonio crudo de esta expansión impune legitimada por ese nuevo orden cultural.
El feminismo, por otra parte, ha sido artillado y montado en la grupa de un neoeugenismo sangeriano. Las otrora organizaciones no gubernamentales independientes, que abogaban por reformas legislativas e igualdad de géneros, han sido absorbidas por redes internacionales de financiamiento enfocadas en sostener la agenda de una diversidad sexual “trans” que es el discurso feminista dominante y el frontis político de la industria clínico-farmacéutica de la interrupción del embarazo y el cambio de sexo.
Igual que el socialismo o el indigenismo, el feminismo queda reducido a una pose cuando detrás de la retórica incendiaria y la radicalidad episódica reniega de su hermenéutica esencial: el ejercicio de la sororidad. Las más insignes oenegés feministas del mundo occidental, esas que congregaron en 2016 a millones en Washington para desafiar la elección de un presidente no adscrito al globalismo, guardan un ruin silencio frente a la represión brutal en Irán, reduciendo la ideología a pose y eslogan.
Termina la cuarta semana de protestas en Irán contra un régimen carcelario que rebasa toda sofisticación anticipada por la biopolítica de Foucault y se inscribe en la necropolítica —o políticas de muerte— de Mbembe, y hay dos errores de apreciación que no debemos condonar:
Ésta no es una protesta feminista sino la gota que rebalsó el vaso en un estado de insurgencia estructural de la sociedad iraní contra el imperio invisible de los Ayatolas; no son las mujeres contra las hiyabs sino una revolución ideológica que comandan jóvenes estudiantes contra la teocracia, de la que ellas son indiscutible vanguardia, pero que no se limita a su dimensión de género. Las mujeres en Irán comandan una ofensiva mayor contra el Estado islámico como un todo, es decir que reivindican y persiguen no consignas feministas, sino políticas de la mujer.
El principal estribillo de sus protestas revela la naturaleza estructural de la crisis: “Irán se ha convertido en un centro de detención, Evin (la prisión) se ha convertido en una universidad”.
La periodista iraní Masij Alinejad, exiliada como Rushdie, en su libro El viento en mi pelo. La lucha por libertad en el Irán moderno (Little-Brown, 2018), define la lucha contra las hiyabs y las burkas cual simbolización del rechazo a la dictadura teocrática. “No busca reformas estéticas sino derrumbar el muro de Berlín”, dice y repudia la simplificación de las feministas liberales Ocasio Cortez y Ilhan Omar al comparar la resistencia iraní con las protestas a favor del aborto.
Quizá precisamente esto explica el silencio vergonzoso del feminismo occidental subsidiado por la industria de la cooperación globalista. Lo de Irán no entra en la agenda de un feminismo domesticado como brazo de choque de la cultura de la cancelación y condicionado por su financiador a los temas periféricos e inocuos como el lenguaje “inclusivo”.
La oficiosa apología de la embajadora bolchevique de Bolivia en Irán y el silencio anuente de decenas de microagencias del feminismo liberal en Bolivia, que no atinan ni siquiera a emular con un Uma Rutuku el pueril corte de mechón de pelo de algunas actrices de Hollywood, es apenas el reflejo de las relaciones estructurales de colonialidad y condicionamiento de activismos castrados de agencia.
Feminismo sin sororidad es retórica sin encuadre, texto sin contexto.
Columnas de ERICK FAJARDO POZO