Los migrantes
En la intensidad de los conflictos de estas semanas, la prensa y las redes sociales registraron discursos y declaraciones cercanas a la estupidez, además de los tonos insolentes contra una u otra colectividad y la revelación de subjetividades racistas, xenófobas. En el fondo, ignorancia –mucha ignorancia- y complejos internos.
Entre la colección de esas palabras, un vocero aseguró que deberían salir del país aquellos que tienen apellidos extranjeros (¿cuáles serán los apellidos autóctonos?) y aquellos que llegaron como refugiados por la Segunda Guerra Mundial. Asombra el acostumbrado silencio cómplice de los responsables de ministerios y oficinas que deberían proteger la dignidad de todos los que habitan en Bolivia.
Aparentemente, el locuaz orador no padeció el exilio que tocó a cientos de bolivianos, particularmente desde 1952 a 1982 y desde 2006 a la fecha. Bolivianos que encontraron manos amigas, solidaridad, trabajo, amor y cuna para sus hijos. Algunos, los más tercos, retornaron a la Madre Patria por esa fe que le tienen, a pesar de tantas desilusiones. Muchos dejaron sus huellas y sus huesos en tierras lejanas.
Al igual como Bolivia abrió sus brazos a los perseguidos por causas ideológicas, religiosas, políticas o por pertenecer a una etnia, México, Caracas, Estocolmo, Berlín, París, Milán recibieron a los bolitas.
Con la crisis de la deuda, otros cientos de bolivianos se sumaron a la migración latinoamericana motivada por causas económicas. Les tocó conseguir papeles, cruzar fronteras clandestinas, inventar visas, llegar hasta Los Ángeles, Madrid o Valencia. Algunos llevaron experiencias y títulos universitarios, otros sólo su fuerza de brazos, algunas sus vientres de alquiler.
¿Qué haría el (No) Estado Plurinacional si los países expulsan a los millones de bolivianos que ocupan los mercados argentinos o los talleres en Sao Paulo? ¿Podría contarles el próximo censo?
El asunto de la migración es mucho más complejo, tiene varias orillas y se mueve de un lado a otro. Los migrantes se animan a cruzar montañas, a empezar de la nada, a vencer la canícula o los inviernos más duros, los mares y los idiomas.
Desde siempre han representado una interrogante, un odio y un amor. Lo cierto es que los países o las ciudades que optaron por tener políticas migratorias abiertas ganaron con los recién llegados. El ejemplo histórico más notable es Estados Unidos y Nueva York; entre nuestros vecinos, Argentina y Buenos Aires. Alemania y Berlín también lo saben. Panamá hace de la migración multirracial una de sus principales fortalezas.
La llegada de migrantes europeos a Bolivia, principalmente entre las guerras mundiales, transformó al país y el saldo del haber es superior a las consecuencias negativas. Es imposible imaginar la vida cotidiana sin esa contribución. Las factorías urbanas y la agroindustria se nutrieron de esas sangres, de esos conocimientos y de esos esfuerzos. Sin olvidar otros arribos como el aporte de los japoneses o los menonitas.
Al contrario, la violencia del discurso antisemita de dirigentes nacionalistas en los años 50; las agresiones a inversores entre esos años y los periodos de inestabilidad política alejaron a familias que ya tenían a Bolivia como su nueva tierra.
En esta década, la experiencia de un inversor judío, asaltado desde las propias estructuras estatales, asustó a quienes querían fundar empresas en Bolivia.
Lo paradójico es que, al mismo tiempo, el (No) Estado Plurinacional y sus voceros permiten que otro tipo de extranjeros, como son las empresas chinas irregulares, destruyan bosques, envenenen las aguas con mercurio y se lleven como contrabando desde dientes de jaguares hasta oro fino.
Esa es la migración golondrina que debería preocupar a los parlamentarios, la que viene a saquear. A esos ambiciosos no les interesa formar familias ni invertir en el país y mucho menos dejar en este suelo mejoras para la colectividad. Llegan, reparten coimas, se esconden detrás de testaferros, acumulan recursos naturales bolivianos y se van.
Columnas de LUPE CAJÍAS