Ciudadano vigilante
Alrededor de las diez de la noche del martes pasado, en un lote baldío, frente al edificio donde vivo, estalló un ruido perturbador que despertó a mis niñas e hizo que se asomaran a la ventana, con ojitos bien abiertos, junto a mi esposa y a mí. En medio de huayños estridentes, un presentador de voz aguda felicitó al cumpleañero -el dueño del terreno o un allegado suyo, supongo- y animó a los pocos invitados a bailar y beber en una celebración que duró hasta la madrugada y provocó el desvelo de decenas de familias que vivimos en los edificios adyacentes.
Con ingenuidad de extranjero, escribí a uno de los números de Whatsapp que la Policía puso a disposición de la población para denuncias y emergencias, con el curioso denominativo “Ciudadano Vigilante”, y envié obedientemente los audios, videos y ubicación geolocalizada que me solicitó un mensaje automático.
Al menos una hora después, el encargado me respondió con pereza -molesto porque mis mensajes le interrumpían repetidamente el video de bloopers de gatos que quizás miraba en YouTube- indicando que la Policía no podía colaborarme, pues las fiestas estaban permitidas y que, en todo caso, debía comunicarme con el presidente de mi OTB.
Decepcionado por la pasividad de los verde-oliva, no recurrí a ellos al día siguiente cuando encontré un taxi bloqueando la salida de mi garaje. Tras controlar varios impulsos destructivos inspirados en el cine de Tarantino, me quedé sentado en mi vehículo, atrapado en mi garaje, escuchando en radio Panamericana noticias sobre la pulseta bajuna entre las facciones del MAS, esperando al monsieur que impedía que yo fuera a trabajar.
El taxista apareció diez minutos después. Era un sujeto corpulento, con la proporción y las facciones de un peñasco. Me dijo, mientras terminaba de abrocharse el pantalón, que sólo había ido a tomar un refresco en el surtidor de gas emplazado al lado de mi edificio, donde unas señoritas en minifalda limpian los parabrisas e invitan gaseosas y snacks a choferes con mangas tatuadas y peinados cumbieros que las miran sin parpadear.
Motivado por la frustración, mi reclamo fue airado, con un lenguaje más cercano al arrabal que a la Casa de Windsor, y el sujeto, en lugar de encajar mi molestia con autocrítica y mover su auto mal estacionado, empuñó un manojo de llaves (¿?) y me desafió a pelear.
En este país estamos desamparados quienes no formamos parte de un partido político, asociación, confederación, sindicato o cualquier otro tipo de organización con capacidad de movilización; aquellos ciudadanos que realizamos nuestras denuncias por la vía formal, que no nos costuramos los labios ni recurrimos al bloqueo, huelga de hambre o a los dinamitazos como método de presión; que expresamos nuestra opinión con fundamentos, no a través de memes destructivos ni fake news; y que en lugar de dedicarnos al deporte nacional de la conspiración, optamos por vivir una vida personal y familiar y seguir de cerca el crecimiento de nuestros hijos.
Entretanto, nuestros derechos son constantemente atropellados. Somos víctimas diarias de vecinos maleducados, de un deficiente control de uso de suelo -además del peligroso surtidor de gas, en mi manzano hay una discoteca de brasileños que funciona de martes a domingo, una escuela primaria y un club de caballeros con licencia de funcionamiento de “Centro Cultural”- y de bloqueos arbitrarios y mezquinos -la semana pasada los transportistas cerraron las vías para protestar contra las fotomultas y su inclusión a la restricción vehicular- que no nos dejan vivir en paz.
Como estamos sueltos y dispersos y no hacemos bulla ni generamos desorden, las autoridades no sólo nos obvian, sino que nos castigan reparando el asfalto o el alcantarillado o pintando la señalización de las vías en horas pico, por ejemplo, o con escandalosa pirotecnia en las fiestas patrias o en la efeméride departamental.
No puedo evitar pensar en esta situación de desolación mientras llevo a mi hijita mayor a la natación. Por suerte, la niña -vestida con bata, gorra de silicón y crocs- camina feliz por la acera rota, sin percatar mi preocupación porque no respire el humo negro de las cisternas ni nos embista un malviviente conduciendo en contrarruta o un mototaxista trepado sobre la acera. Tampoco padece la frustración que yo, ciudadano vigilante e indefenso, siento cuando le señalo la Cordillera del Tunari y la descubro escondida tras una densa cortina de humo de chaqueo.
Jamás en mi vida se me hubiera ocurrido declararme un desamparado del Estado, pero lo soy, como la inmensa mayoría de los bolivianos.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE