¿Era Jesús de “buena familia”?
Es común preguntar por el apellido de una persona desconocida con la cual vamos a tener alguna relación (el galán de una hija o la enamorada del hijo) con el fin de inferir sobre la calidad social de su familia.
A no ser que se descubra que en esa familia hay miembros no precisamente ejemplares según la moral o la justicia. Para eso, la ciencia proporciona hoy hasta análisis de “ancestría”, un regalo en estas fiestas sugerido por influyentes periódicos.
En víspera de la Navidad, me pregunto si la familia de Jesús calificaría como “buena familia” según el criterio común. Desde luego, no me refiero a José y María, sino a los antepasados de Jesús, como los conocemos por la genealogía que nos ha transmitido Mateo al comienzo de su evangelio. Ese texto, en apariencia aburrido, enumera simbólicamente los descendientes de Abraham en tres grupos de 14 ancestros: 14 hasta David, 14 hasta el Destierro en Babilonia y 14 hasta Jesús.
Empezamos por preguntarnos: ¿cuál sería el apellido de Jesús? Las Escrituras dan pistas en ese aspecto: el equivalente moderno del apellido es Natzoreo, que significa “pertenecientes al clan de los descendientes del rey David”; el “Netzer” -el brote- de su padre Jesé, en palabras del profeta Isaías. En algunos idiomas modernos “hijo de David” se traduciría Davidovic o Davidson.
Algunos de mis lectores objetarán que Jesús, al no ser hijo biológico de José, mal podría compartir con aquel el mismo árbol genealógico. Sin embargo, según las costumbres de ese tiempo el padre “oficial” era el padre a todos los efectos. De hecho, los emperadores romanos solían adoptar como hijo al que querían que les sucediera en el trono.
Ahora bien, la genealogía oficial de Jesús nos proporciona antecedentes de su linaje. En ella se mencionan sorprendentemente a tres mujeres -además de María, la madre- y no todas de buena reputación. Se menciona a Rajab, una prostituta de Jericó que ayudó a los israelitas a conquistar esa ciudad (Josué 6). Otra extranjera, la admirable Rut, terminó casándose con Booz, un descendiente de Rajab y bisabuelo del rey David (Rut 4). La tercera mujer es Betzabé, adúltera y causante del asesinato de su esposo Urías por parte de David, pero a la postre madre del rey Salomón (2Sam 12).
Tampoco se salvan algunos varones, especialmente varios impresentables reyes davídicos. Entre estos últimos hubo asesinos, como Joram que mandó matar a sus seis hermanos para consolidar su poder (2Cro 21); idólatras, como Manasés, quien derrochó todo el legado reformador de su padre, el buen rey Ezequías, restableciendo el politeísmo en Jerusalén (2Cro 33) y vendepatrias, como Elyaquim, hijo del santo rey Josías, quien aceleró, mediante equivocados vasallajes políticos, la destrucción de Jerusalén (2Cro 36).
Con esos antecedentes, la pregunta del título de esta columna se vuelve cuanto menos ociosa, debido a que las luces y sombras de los ancestros de Jesús se parecen a las nuestras. En efecto, ¿qué familia no carga con las taras de antepasados de dudosa reputación?
Por tanto, es totalmente desacertado confiar en el prestigio y valor de los apellidos, sean de extranjeros racistas, de criollos sumisos o de caciques siempre en busca de privilegios. Porque, más que la herencia de genes y blasones, lo que cuenta en la vida es lo que cada uno construye con su esfuerzo. El mismo Jesús Natzoreo nos dio un ejemplo de cómo asimilar, sin complejos ni concesiones, un discutible legado familiar.
Esta columna navideña cierra otro año de multifacéticas entregas, aunque unidireccionales, a mis 25 fieles lectores, a quienes deseo, junto a sus familias, “buenas” de verdad por ser suyas, un feliz reencuentro con Jesús Natzoreo, que vino, viene y vendrá.
Columnas de FRANCESCO ZARATTI