La muerte de Einstein
La circunstancia que estos últimos días enfocó a los proyectores del mundo entero hacia el hospital “Albert Einstein” de São Paulo debería incitarnos a una edificante comparación. En 1955, el hombre que revolucionara la física y le abriera puertas insospechadas falleció en Princeton después de estipular por testamento que sus funerales se celebrasen lo más discretamente posible. Llama la atención la relativa sobriedad de la prensa y la dignidad de los homenajes que se le rindieron en el universo científico, político e intelectual de su época. Como él, ¿cuántos grandes médicos, investigadores eminentes y artistas geniales han muerto en el anonimato o por lo menos sin provocar la aflicción de las masas?
Ahora bien, ¿qué periódico, radio o diario televisual se atrevería hoy a tratar en pocas líneas el fallecimiento, en dicho hospital, del jugador de fútbol Pelé, y a considerar esta noticia por lo que es realmente: un acontecimiento insignificante en la historia del mundo?
Maestro incuestionable en una disciplina que consiste en proyectar una pelota, Pelé fue erigido en Brasil —como Zidane en Francia y otros muchos en sus respectivos países— como un símbolo de cohesión nacional. Heroización que de por sí sorprende y plantea interrogaciones. Por si fuera poco, la lluvia de hipérboles (“rey”, “genio”, “ícono absoluto”, “divino”, “altar de los dioses”, “eterno”, “eternidad”...) que invadió hace unos días el sistema mediático internacional a propósito de Pelé corresponde a una mera divinización en la que el héroe es remitido a sus orígenes míticos, en el sentido griego literal de semidiós (herós).
Semejante delirio extático, acrecentado por los encomios de políticos que no han dejado de cultivar la ilusión del deporte “inclusivo”, “integrador” o “festivo”, excede, por su amplitud y dimensión planetaria, los juegos del circo (panem et circenses) que embriagaban a la plebe romana. De hecho, nos aproximamos más bien aquí a esa histeria que el escritor austríaco Hermann Broch definía en su Teoría de la locura de las masas (1939-1951) como “la imperiosa necesidad de absolutización” y se resolvía, en su libro La Muerte de Virgilio (1945), en la expresión de una multitud vociferante “adorándose a sí misma en la persona de un solo individuo”.
Si bien los sistemas totalitarios han entendido perfectamente, en todas las épocas, el interés del opio deportivo para dominar a los pueblos, las democracias-mercado modernas no se han quedado atrás en la manipulación general de los espíritus que constituye el deporte-espectáculo, espejismo y pantalla de un comercio gigantesco.
Podríamos estar tentados a comparar el fútbol de hoy en día con las explosiones populares del carnaval de antaño, con la diferencia de que en dicha fiesta las pulsiones de la multitud se diluían en el sacrificio catártico del rey carnavalesco —dios moribundo y eternamente renaciente—, mientras que el fútbol contemporáneo las desata sin límites. Por otra parte, el carnaval actúa como un contrapoder transgresivo y momentáneo, mientras que el deporte-espectáculo participa institucionalmente en la alienación de las masas.
Alejada de la sana actividad física necesaria al desarrollo corporal, la histeria mundial del deporte, con sus nacionalismos estrechos, su tribalismo intrínseco, su racismo ocasional y sus violencias frecuentes, pone de relieve el contraste que media entre los ideales de progreso a los que la humanidad pretende aspirar y los dioses que finalmente adora —o que se le incita a adorar —.
¿Qué más remedio tiene entonces el hombre honesto y lúcido, frente a la abrumadora marea de irracionalidad que acompaña cualquier gran evento de este tipo, sino el de imponerse tareas [para] mejorar lo que es, como lo sugiriera Alejo Carpentier al final de El Reino de este mundo (1949) o de meditar algunas palabras de Albert Einstein: “ No podemos desesperar de los seres humanos porque somos seres humanos”?
Columnas de GÉRARD TEULIÈRE