Sushi con palillos
Ante la ausencia de una vacuna, me preocupa que mis hijas se contagien de esnobismo. Los padres, con nuestra mejor intención, inscribimos a nuestros hijos en todos los cursos posibles, sin plan ni discernimiento, aunque fueran de origami, Feng Shui o lectura de Tarot. Les damos, como dice una canción de Serrat, toda nuestra juventud, un buen colegio de pago, el mejor de los bocados y nuestro amor. Pero pasan los años y resulta que, en la mayoría de los casos, aquellos otrora tiernos y prometedores nenes son lo que los españoles denominan menudos gilipollas.
¿Qué es lo que ocurrió?, se preguntan los progenitores más autocríticos. ¿Cómo puede mi hijo ser tan trivial si se graduó de un colegio americano y estudió Business en Houston? El joven es licenciado, incluso magíster, recibe un salario alto, es dueño de un inmueble en un barrio caro y se transporta en un vehículo de lujo. Es, en apariencia, un sujeto exitoso. Pero resulta que, si lo pinchamos con una aguja, brota de su interior un mar de caramelo. Es decir, el muchacho no tiene una opinión verdaderamente fundamentada sobre nada que no concierna a su profesión y basa el resto de su conocimiento e información en los videos que mira en TikTok.
No conoce la construcción de nuestro país y por lo tanto su opinión política es sesgada, racista y está condicionada por un grupo social que ante cualquier conflicto —una huelga de maestros, por ejemplo, o una marcha de avicultores— corre a los surtidores para llenar el tanque de su auto. No tiene ni aspira tener una propia filosofía de vida, y por inercia es tan religioso y conservador que reemplaza la obra de Nietzsche por las ideas contrarias de los sermones del cura de los domingos. No comprende el valor del arte: no tiene la menor idea sobre literatura, pintura o música, y no puede diferenciar una buena de una mala película ni siquiera con la ayuda de Rotten Tomatoes. Tampoco tiene control de sus emociones y, ante una mínima frustración, da vergonzosas pataletas y no se calma hasta que su madre -que ya tiene más de sesenta años- le ponga en la boca una mamadera con leche tibia.
Un día, el influencer de su preferencia menciona que la cultura otorga distinción, y entonces, en lugar de zambullirse en Shakespeare, el ganso se compra un libro motivacional donde el autor, sin sonrojarse, ofrece al lector un peeling del alma, un empaquetado de cultura concentrada en cubitos iguales a los que usamos para preparar caldo de pollo o de pescado. Luego, se inscribe en un curso de Sommellerie y, tras haber sensibilizado su paladar y su olfato, se las da de Montesquieu y suelta peroratas sobre la materia a todo ser incauto —que en el medio abundan— que pasa por su lado. Finalmente, participa de cenas con similares suyos donde, antes de comer sushi —indefectiblemente con palillos—, escuchan una breve disertación sobre Econometría, Astrofísica o Música Barroca, donde el expositor sólo alcanza a dar una introducción y hablar generalidades que, para ellos, intelectuales de vitrina, son suficientes para pedir la palabra en un cóctel y fungir de expertos sobre la materia.
No sólo temo que mis hijas se vuelvan esnobs, sino que sus parejas sean unos bobos de short y mocasines que quieran llamarme “papá”, busquen impresionarme con una disertación sobre modelos de motocicletas y tengan en su mesa de noche “La guía del Macho Alfa”. Prefiero no adelantarme, pero no los invitaría a almorzar los domingos.
Será mejor tomar el toro por las astas y no delegar la educación de mis niñas a sus maestras de escuela, menos a los profesores de pintura renacentista, canto lírico o pastelería francesa. Quizás así, como en la misma canción de Serrat, cuando llegue ese día triste en que me digan que en el alma y en la piel se les borraron las pecas y que su mundo de muñecas pasó, y se vayan, yo no me pase el resto de la vida preocupado, preguntándome qué va a ser de ellas lejos de casa.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE