¿Empujados a la desobediencia civil?
Apenas conocida la anticonstitucional habilitación del TSE al binomio Evo-Álvaro para las “primarias” en 2019, el Comité Nacional de Defensa de la Democracia, Conade, convocó a “organizar la lucha del pueblo sobre las consignas de desobediencia civil y de movilización permanente”.
Avanzando el reloj a 2023, resurge la consigna de la desobediencia civil (DC) en rechazo al accionar del Gobierno: era uno de los temas posibles para el cabildo nacional de enero, varias columnas de opinión analizaron el recurso a esa acción e incluso fundamentaron jurídicamente la resistencia a normas específicas.
En sociedades democráticas maduras, la confianza en las autoridades electas o designadas radica en que la institucionalidad permite a la ciudadanía acceder a mecanismos adecuados para cuestionar decisiones que consideren violatorias de normas o derechos ciudadanos y, de ser el caso, corregirlas.
Los Estados débiles —que permiten gobiernos autócratas— usan la presunción de constitucionalidad para establecer vínculos de “mando y obediencia”, de gobernantes a gobernados, violando principios básicos de la gobernanza democrática.
Pero la presunción de constitucionalidad no es el cheque en blanco que creen los políticos: tiene límites y no ampara arbitrariedades de funcionarios de cualquier nivel. La presunción de constitucionalidad, no se aplica si “el legislador otorga consecuencias jurídicas diferentes a situaciones que son esencialmente equiparables”, en la medida que, arbitrariamente, la ley se aplique en beneficio de unos o en perjuicio de otros, la ciudadanía podrá cuestionar la norma o su uso, y adquiere relevancia el derecho a la desobediencia.
La DC no implica caos y violencia: “Es una opción democrática ciudadana frente a la crisis de legitimidad del sistema político y a la obstrucción de los canales legales de participación”; consiste en incumplir normas concretas, sin poner en cuestión la obediencia al total del ordenamiento jurídico. Se define como una “acción de protesta, individual o colectiva, consciente, moralmente fundamentada, pacífica y pública que, violando normas jurídicas concretas, busca producir un cambio en las leyes, en las políticas o en las directrices de un Gobierno”.
El Estado boliviano no se ha destacado especialmente por su compromiso de respeto a las normas. A finales de 2019, habíamos llegado a una situación de indefensión extrema en la que la lista de arbitrariedades era abrumadora. Pero, desde 2020, lejos de retomar valores democráticos y restablecer el imperio de la ley, el grado de abuso y descaro de cada nuevo caso supera al del anterior, y asistimos a un penoso y vergonzoso circo jurídico-legal que acelera la desinstitucionalización.
Al actuar cada vez más al margen de la CPE para beneficio de algunos, los gobernantes subvierten la institucionalidad democrática, y quiebran el pacto social que compromete al ciudadano con sus gobernantes. Hoy, los ciudadanos, están inermes ante los abusos del poder porque, los corruptos sicarios judiciales, tienen carta blanca para adecuar las normas a intereses espurios mientras violan impunemente los derechos de las personas. Así anulan la presunción de constitucionalidad, dejando a la DC, no solo como una opción válida de defensa, sino como una última alternativa ciudadana frente al irracional abuso desde el Estado.
Todo sugiere que el Gobierno asume que el acomodo pasivo a la arbitrariedad es la única alternativa de la gente frente a sus “estrategias envolventes” para presionar recurriendo al uso arbitrario de la ley. El manejo (manoseo, más propiamente) de procedimientos, tiempos y plazos para (in)viabilizar la recolección de las firmas para el referendo constitucional que reforme la justicia antes de la próxima amañada elección judicial, es el ejemplo más reciente del solapado abuso del poder. ¿Qué le queda a la gente?
Ignorar el clamor para una pronta y radical reforma judicial, para forzar otra elección judicial chuta con los vicios ya conocidos de las previas y la certeza de mayores abusos, podrían ser el empujón del gobierno hacia la desobediencia civil de quienes hoy dudan.
No es un tema menor que, por la frivolidad con la que se constituyeron, muchas de las instancias de gobierno que hoy son parte activa del abuso, están dirigidas por personas que ejercen sus cargos ilegalmente, y todos sus actos son “nulos de pleno derecho”. Rechazar disposiciones de estas instancias, no es desobediencia, sino cumplir la obligación ciudadana de “respetar y hacer respetar la CPE”. Toda postura del servil Tribunal Constitucional para legalizar lo ilegal, solo acentuará su descrédito y la repulsa ciudadana.
Un escenario con varias formas activas de “rechazo legal” a la arbitrariedad gubernamental —enmarcadas o no necesariamente en la desobediencia civil— implica potencialmente una crisis de gobernabilidad multisectorial que arrastraría al colapso del agotado Modelo Económico Social Comunitario Productivo con la multiplicación de demandas sociales generadas por la crisis. La responsabilidad histórica de llevarnos al camino final de la desinstitucionalización (¿siguiendo a Venezuela y Nicaragua?) será exclusivamente de este Gobierno.
¿Es éste, realmente, el legado que el gobierno del MAS quiere dejar a la historia? Al final del día, toda forma de desobediencia afectará a todos, pero, históricamente, el Gobierno del MAS —y el MAS— perderán mucho más en gobernabilidad, legitimidad y credibilidad.
El autor, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo
Columnas de ENRIQUE VELAZCO RECKLING