De coimas y complicidades
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha establecido no sólo que no prescriben las violaciones a los derechos humanos, sino también que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, y la prescripción que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos (Caso Barrios Altos vs. Perú, sentencia de 14 de marzo de 2001, párrs. 41-48). Las leyes de amnistía adoptadas por el Perú impidieron, por ejemplo, que las víctimas fueran oídas por un juez (Art. 8.1 de la Convención).
En las últimas dos semanas, la prensa ha estado llena de noticias sobre el caso de corrupción más sonado de los últimos tiempos. Un ministro de Estado ha sido denunciado por haber cobrado millonarias coimas para firmar contratos con diversas empresas. La forma tan grosera en que habría actuado, comprando, vía un palo blanco emparentado con él, más de cinco propiedades en un día, hasta hace sospechar de la veracidad de las acusaciones que se siembran sobre él. Más allá de las evidencias que aparentemente se han ido acumulando. Una vez más, ¿se puede confiar en la Fiscalía?
Quienes acusan al presidente de no haber actuado lo suficientemente rápido, y no haber despedido al ministro antes de que este renunciara, es posible que exageren un poco, se puede esperar unas horas o un par de días para que alguien acusado de un delito renuncie. Lo importante es que luego la Contraloría y la justicia se hagan cargo. Para eso se tiene que tener una Contraloría y un aparato judicial que merezcan respeto.
Estos días, se ha escuchado que la justicia irá también detrás de las empresas que hubieran pagado coimas, es no solo un anuncio del Gobierno, sino también un clamor o una sugerencia de las redes. En primera instancia se podría estar de acuerdo con esa medida, es lugar común decir que es tan culpable el que da como el que recibe la coima. Pero eso no es necesariamente verdad.
En un país que se mueve a plan de coimas, (y de contrataciones directas, que las facilitan), cabe preguntarse cuál es la alternativa de un empresario que trabaja con el Estado, sino participar de este espantoso juego de chantajes. Si no sale la coima, no sale tu contrato, si no das más coima, no sale el pago de tu contrato.
Ahora bien, con la criminalización a quienes dieron coima, algo que, dicho sea de paso, está en nuestra economía legal, el Gobierno, ya sea involuntariamente o maquiavélicamente, podría estar cuidando sus espaldas. En primer lugar, porque eso inhibe a empresarios que fueron extorsionados al momento de hacer contratos, a hacer denuncias.
Imagino una iniciativa de transparencia, de un periódico, por ejemplo, invitando a las personas a denunciar las veces que se les pidió, o más aún las veces que pagaron coimas en contratos con ministerios, empresas estatales, municipios, gobernaciones, etc.
No seamos ingenuos, lo puesto al descubierto con el caso que nos ocupa, no es algo excepcional que a todos escandaliza, solo sorprende porque se puso en evidencia. Y aclaremos que tampoco se trata de una práctica nueva, no señores, la coima no es ningún invento del MAS.
Eso sí, esta situación y otras anteriores, confirman que no existe ninguna “reserva moral de la humanidad”, (ese exabrupto racista de Evo Morales el día en que fue ungido como presidente de la República en enero de 2006). La tentación puede hacer caer hasta al más santo, (pregúntenle a la Iglesia). El poder, si no es controlado, puede abrir las puertas al abuso del poder, y a partir de eso, el salto a la corrupción es un paso muy pequeño.
Es posible que Bolivia y el mundo nunca se puedan librar de la corrupción, pero este tipo de acciones tienen que ser acorraladas. Urge recuperar el espíritu de la Ley Safco, más allá de que no sea una vacuna que garantiza inmunidad.
Mientras tanto, es posible que un paso importante para combatir este flagelo sea lograr ver, también jurídicamente, a las empresas contratadas por el Estado, y que dieron coimas, más como víctimas de un sistema que como aliadas o cómplices del mismo.
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ