Escape a los Andes
salvo quienes gobiernan Bolivia hoy y que están felices comiendo perdices, el resto de la población vive en un estado de angustia cotidiana que se agudiza con las muertes que se han producido últimamente. A la incertidumbre por falta de trabajo, escasez de dólares, y al atropello a la Constitución por el Gobierno, que le permite perseguir y encarcelar a sus adversarios, se suma una siniestra sensación de inseguridad, cuando nos enteramos de que un “testigo protegido” que denunció una putrefacta corrupción en la Administración Boliviana de Carreteras (ABC), muere atropellado por un vehículo en Estados Unidos; que uno de los abogados del torpemente secuestrado gobernador cruceño Luis Fernando Camacho cae misteriosamente desde el piso 11 del edificio donde vive, y el sábado pasado, el interventor en el ex Banco Fassil se precipita también desde un piso 15, falleciendo.
Dos amigos periodistas y ambos escritores exitosos, Robert Brockmann y Raúl Peñaranda, han publicado un libro, que me deleité leyendo, pese a su dureza, y que comenté en la FIL cruceña, gracias a la confianza que depositaron en mí sus autores.
El libro es historia pura, historia consultada, investigada, cierta, atrozmente cierta, aunque con rasgos maravillosos de humanidad. Cuenta la tragedia del pueblo judío desde el acceso de Hitler al poder hasta el final de la guerra en 1945; y la esquizofrenia política en Bolivia desde el final de la Guerra del Chaco hasta la caída de Villarroel. Hochschild es el personaje que carga sobre sus espaldas gran parte del drama.
Desde cuando los judíos fueron acosados con el advenimiento de Hitler al poder en 1933 y llegó a su momento extremo la llamada “noche de los cristales rotos”, en 1938, Hochschild ya se había movido incansablemente para evacuar a algunos miles de judíos, de Alemania principalmente. Bolivia era una de las pocas naciones en el mundo que tenía las puertas generosamente abiertas a los judíos perseguidos.
Lo que sucedió en Alemania antes de la guerra fue terrible, pero ese era momento, todavía, en que los hebreos que obtenían una visa podían salir de la trampa genocida. El destino anhelado era EEUU y Hochschild gestionó con altas personalidades estadounidenses una apertura salvadora para el pueblo semita amenazado, pero recibió un eco tibio e indiferente que lo abatió mucho.
Sin embargo, los judíos iban llegando a Bolivia. Y Bolivia era lo menos aconsejable para personas que venían de Alemania especialmente, y que se encontraban con un país pobrísimo, revolucionado políticamente, sin puertos, sin la menor infraestructura, donde la actividad de profesionales y comerciantes no tenía futuro alguno. Hochschild, de su propio peculio y con la colaboración de algunas instituciones extranjeras sostenía a miles de emigrantes hasta que estos podían obtener algún trabajo o trasladarse a otro país.
El presidente Germán Busch, héroe de la Guerra del Chaco, y admirador del Reich alemán, jamás puso traba a la presencia de hebreos en Bolivia. Hochschild cultivó amistad con Busch y aprovechó de esa cercanía para salvar a la mayor cantidad de perseguidos que estaban en Europa a la espera de sus visas. Después, las relaciones personales de Busch y Hochschild se malograron. Busch murió en circunstancias trágicas semanas antes de que Alemania invadiera Polonia y Hochschild, el gran empresario minero, ya multimillonario, cayó en desgracia por los fanáticos nacionalistas que salieron del Chaco y que acabaron encumbrándose a fines de 1943 llevando al mando de la nación a Gualberto Villarroel.
Si Schindler arriesgó su vida por salvar a más de mil judíos en Europa, Hochschild corrió más riesgos que él en Bolivia. Primero, cuando Busch decidió fusilarlo, porque Hochschild hubiera incumplido y criticado el decreto que expropiaba ganancias a los exportadores mineros, disponiendo que entregaran la totalidad de sus divisas al Banco Central. Busch era un héroe y un patriota, no cabe la menor duda, pero también era un soldado que no había tenido otra actividad que combatir. Por lo tanto, estaba sujeto al criterio de sus colaboradores, donde habían moderados y exaltados, como los nacionalistas que pronto fundarían el MNR y estaban en contra de los grandes mineros, de la “rosca”. El presidente, sintiéndose humillado por la actitud de Hochschild, decidió fusilarlo. No se trataba de una amenaza, simplemente. Hubo rogativas de muchos sectores para que fuera perdonado y así sucedió en última instancia, con el compromiso del minero de no criticar más el decreto estatizante.
Mucho peores fueron los días que pasó Hochschild durante el gobierno de Villarroel. Esta vez la “rosca” estaba bajo la mirada de la logia Radepa, conformada por excombatientes del Chaco, que, en los campos de prisioneros, habían jurado construir una nueva Bolivia y acabar con la llamada “oligarquía minero-feudal”. Secuestraron a Hochschild y a Blum, su brazo derecho, y los tuvieron durante 17 días trasladándolos de un lugar a otro, durmiendo en habitaciones frías y sin cobijas, comiendo el rancho de los soldados, sin un baño, anunciándole su próxima muerte, hasta que fue liberado y salió de Bolivia en un avión que alquiló, para no regresar jamás.
Hochschild se salvó de ser muerto por la Radepa. Fue un empresario muy exitoso con todos los vicios que puede tener el sistema capitalista desde luego, y como Patiño y Aramayo, fue detestado por la prédica de los nacionalistas bolivianos. Hoy, cuando han transcurrido 70 o más años de aquellos días oscuros, se reconoce que los “barones” del estaño no fueron tan infames como los pinta la historia acuñada en Bolivia, y que Hochschild fue un hombre valeroso que salvó muchas vidas arriesgando la propia.
Columnas de MANFREDO KEMPFF SUÁREZ