“He visto rusos, ingleses o franceses, pero jamás vi un ciudadano”
“Un hombre negro en EEUU es siempre un hombre enojado”, decía un activista de los derechos civiles, a propósito de la discriminación y de las reacciones que provoca en los afectados. Podría acaso inscribirse en esa matriz la declaración de la ministra de Culturas sobre el carácter de “inquilino” de don Rómulo Calvo por no ser indígena.
Sin embargo, se trata a la vez de una frase recurrente en los que sueñan con ver la expresión de susto de las abuelitas de Calacoto, Cala-Cala o Las Palmas. Quizá la frase le sirve además a la ministra de desahogo o de utensilio para tener algo que declarar. En cualquier caso, sería mejor no entregar pruebas adicionales de que el Ministerio de Culturas es un adorno en este Gobierno tanto como en el de la señora Áñez.
El hecho es que somos un país heterogéneo. Y nos toca hallar las maneras de vivir juntos, sin negar nuestras inmundicias —como el racismo—, pero sin caer en ese paternalismo que no puede criticar una frase si ésta proviene de una víctima. En todo caso, el exilio de una parte de la población, como el que provocó Idi Amin en Uganda con los hindúes, parece que está fuera de consideración de la ministra. El propio presidente Arce podría resultar, si no, más inquilino que propietario, salvo que la afinidad ideológica o el grado de gobernante den derechos.
Ya en otro plano, la intervención de la ministra me hizo pensar en aquello que con precisión cartesiana y sarcasmo decía el gran reaccionario Joseph de Maistre: “he visto en mi vida rusos, ingleses o franceses, pero jamás vi un ciudadano”. De tal modo le era ajena la jerga impuesta por la Revolución Francesa sobre el signo igualador de la ciudadanía, como ocurre en un nivel menos sofisticado con la ministra de Culturas. Las aseveraciones de ésta, más que inducirnos a competir quién es más nativo que quién, indican de algún modo lo poco enraizado que está el prejuicio de la ciudadanía, del pacto constitucional como elemento agregador.
En Bolivia no se compite por mayores derechos como individuo sino, grosso modo, como colectividades. Ese mito que llamamos pueblo, titular de la soberanía (prejuicio este sí extendido), no está conformado por individuos, los que en verdad no tienen poder alguno, sino por colectividades. Estas son las que integran el pueblo, según los usos y costumbres coloniales de la “democracia de los pueblos”, que imponía deberes al individuo según su pertenencia a un grupo social.
La discusión deviene también del lenguaje de agravios, en el que nos entrenamos a comunicarnos desde la ruptura con España. Ese lenguaje permitió, dice la historiadora peruana Carmen Mc Evoy, el florecimiento de identidades distintas, pero amalgamadas en un victimismo general que tapaba así las abstracciones del republicanismo mestizo. Ese republicanismo abstracto que la frase de la ministra, sin querer, pone en evidencia como ajeno a la mentalidad popular, más intuitiva y concreta.
El debate sobre quién pertenece al pueblo y qué derechos tiene este se sintetiza, por ejemplo, en dos corrientes constitucionales en Bolivia. En la Constitución de 1967, se afirmaba que el pueblo delibera y gobierna por medio de sus representantes. En la de 2009, la soberanía se ejerce de manera directa o delegada. Y si el pueblo gobierna, un trozo importante de la ecuación es saber quién califica para ser pueblo. Para unos, solo los indígenas; para otros, los sindicalizados; para un tercer grupo, los cívicos y los colegios profesionales también; y así.
De ahí que haya una especie de concurso de las corporaciones, de ese pueblo colonial de agrupaciones que se hunde en nuestra memoria política. Esa disputa por quién pertenece al pueblo es casi prepolítica, pues delata que hay aún pocas convenciones que acatar y casi ningún prejuicio arraigado de pertenencia común. Estamos todavía formando nuestra noción de pueblo, en polémicas que tal vez prometen un futuro unificado, pero que por de pronto son solo luchas de facciones. Como las que existen entre inquilinos y propietarios, en la metáfora inmobiliaria de la ministra.
Columnas de GONZALO MENDIETA ROMERO