Yolanda Azafrán, los santos y la libertad de prensa
Nadie dudaba de la veracidad de la noticia, es más, era el resultado lógico tras años de ser excluidos de los presupuestos comunicacionales del poder, de ser víctimas de la persecución judicial, de la amenaza política y del escarnio público.
Cuando Yolanda Azafrán supo que el periódico que ella leía con regularidad y en el cual alguna vez ejerció como columnista se derrumbaba, recordó que el poder no perdona, que quien manda no quiere escuchar la crítica ni ver la realidad, porque para quien vive en la cima del dominio no importan los de abajo.
—¿Qué está pasando? —se cuestionó con asombro Yolanda Azafrán.
—Está muriendo la libertad —le respondió una vieja imagen de San Juan que ella tenía sobre su vetusta mesa de noche.
Yolanda Azafrán recordaba con meridiana claridad que hace mucho que hablaba con sus santos, con sus vírgenes y con su gato. Todos ellos sabían, más que el gobierno nacional, que quien atenta contra la libertad de prensa es poco menos que un dictador.
—El poder no debería tener ningún presupuesto para comunicación —afirmó mientras la imagen de Santa Rita asentía con la cabeza—, porque ese dinero, que es nuestro dinero, va para acallar la voz crítica del periodista, el grito de reclamo del analista y el sentido común del pueblo.
Yolanda Azafrán sabía, como sabía todo el mundo, que en el país se destinaban millonarios presupuestos a quienes enceguecían su trabajo a cambio de las propagandas públicas, que los medios de comunicación estaban comprados por el dinero estatal y que nadie era dueño de una verdad que se perdía bajo los escándalos de corrupción mal disimulados, la escasez cada vez más evidente y la fractura del poder que se desparramaba por todo lado.
—Perdónalos, hija mía, no saben lo que hacen —dijo el Cristo que colgaba de la pared.
—Usted perdonó hace mucho y mire cómo están las cosas ahora —respondió la mujer en mal tono.
Un viejo ejemplar del periódico que hoy moría servía de base para las desgastadas velas que Yolanda Azafrán puso en ese momento con el arrepentimiento por haber respondido de fea manera al Señor. Ese mismo ejemplar, en poco menos de una hora ardería con el resto de la casa y dejaría en la calle a la otrora columnista.
Yolanda Azafrán pudo ver a mucha distancia el humo intenso y oloroso que se elevaba fuerte y consistente, ella había salido por unos minutos justo a comprar el último ejemplar del periódico asesinado y al volver presenció en una muestra de estoicismo como en ese instante el viento sopló tan fuerte y tan enérgico que terminó disipando la monumental columna de humo.
–El humo ya se fue —dijo entre los restos de la casa una imagen medio quemada de San Judas Tadeo, que fue lo único que quedó de la colección de santos y vírgenes de Yolanda Azafrán, tal cual la libertad.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ