Del remilgo académico
Trabajo en el mundo académico, pero debo decir que me repugna el remilgo académico, y en este sentido, soy profundamente antiacadémico. Amo la libertad y la creatividad. Einstein, Nietzsche o Zweig, por ejemplo, no necesitaron supervisión universitaria alguna para elaborar sus mejores trabajos. De otra forma, su potencial tal vez hubiese quedado atrofiado y la humanidad no hubiese conocido sus frutos. El ritual académico constituye casi un culto, y, como todo culto, es muy respetado por legiones de profesores de muchas instituciones del mundo.
Como en todas partes, dentro de la academia también existen debates, algunos muy encendidos. ¿Qué es el conocimiento?, ¿cómo llegar a él?, son algunas de las preguntas que generan más controversia. En este sentido, muchos centros académicos fueron dejando atrás el cientificismo, para abrirse a formatos menos formalistas, pero más libres, sobre todo en niveles de posgrado. Esta visión del conocimiento, como es de suponer, no es bien vista por el conservadurismo académico, que se ase de la tradición epistémica y cuenta con muchos partidarios en el mundo educativo.
Hace poco, un profesor universitario boliviano me decía que un trabajo final de maestría en una rama de los estudios sociales, no podía ser un ensayo académico porque lo consideraba como un dibujo libre. Ese juicio responde precisamente al dejo academicista que no abre paso a la creatividad ni da rienda suelta al ingenio.
Pero el género ensayístico, como su propio padre (Montaigne) demostraba, no tiene el fin de llegar a conclusiones definitivas, sino de tentar, aproximarse, acercarse o, valga la redundancia, ensayar posibles respuestas al problema planteado. De hecho, el ensayo es el género que más se aproxima a la verdad, puesto que, a diferencia de una tesis tradicional —la cual se ufana de llegar a conclusiones definitivas (siempre relativas, por lo demás)— aquel queda perplejo en la orilla del escepticismo. En realidad, creo que plantear preguntas o dejar cabos sueltos en el debate deberían ser las mejores respuestas para todo trabajo académico, al menos en humanidades o estudios sociales.
En su autobiografía, Stefan Zweig afirma haber concluido el doctorado solo por complacer a su entorno familiar; en otras palabras, por el cartón. Sabía que la academia no sería el lugar propicio para escribir todo lo que bullía en su creativa mente; además, al igual que Albert Einstein, sentía aversión por la autoridad, lo cual encendía en él una insumisión ante sus profesores.
Igual que Zweig y tantos otros, creo que muchas personas creativas se meten hoy en programas académicos —en las más grandes universidades como en las más pequeñas— únicamente porque el sistema exige diplomas, mas no porque aquellos vayan a proporcionarles algo que sus esfuerzos autónomos no puedan proveerles.
Hace años, leyendo sobre la vida de Carlyle, me topé con una frase que me encanta porque me identifica: “La verdadera universidad de hoy en día es una colección de libros”. Emerson opinaba también que los mejores libros podían suplir a la mejor universidad, al igual que Zweig: “Se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad”. El autor de Fausto renunció al doctorado porque su tesis no convenció al tribunal…
En el mundo contemporáneo, cuando el conocimiento se hace tan específico e irrumpe la inteligencia artificial —que puede elaborar en poco tiempo estados del arte, cruces de datos o monografías—, aferrarse al tradicionalismo académico resulta un sinsentido. Según Harari, el mundo está tan abrumado de información de todas las ramas del saber, que lo que la educación necesita hacer ahora es tamizarla.
Por todo esto, los profesores deberían irse abriendo a nuevas posibilidades en cuanto a los productos que el estudiante elabora en su periodo lectivo o al cabo de él, aunque esto suponga, como en el caso del ensayo, la especulación o el sacrificio de la precisión en los resultados finales.
Columnas de IGNACIO VERA DE RADA