Los ministerios de justicia
Existen postulados bellos como el “contrato social” o el “equilibrio y coordinación de poderes”, que no sabemos con certeza si fueron creados como aspiraciones anheladas o como realidades ciertas de alcanzar.
En cuanto a este último, ideario hemos visto que en ninguna parte del mundo ni en ninguna época se lo alcanzó, salvo episódicas situaciones. El poder es el poder y en la sociedad, sea capitalista o socialista, la supremacía del poder Ejecutivo es indudable, incluso dentro del sistema parlamentarista y sólo para consolarnos se tejió la ilusión de la independencia judicial.
Durante los primeros tiempos de nuestra república la independencia judicial era románticamente defendida por una tendencia de hombres inspirados en la ilustración, mientras que otros la atropellaban en el ejercicio del poder político. Casimiro Olañeta, siendo ministro de la Corte Suprema de Justicia era a la vez ministro de Gobierno (en el Ejecutivo), consecuentemente se podría inferir que la administración de justicia era un desastre, pero no siempre fue así, estaba administrada por quijotescos letrados de cualidades insuperables, de cultura envidiable y dignidad personal tan arraigada que les valió podrirse en las mazmorras carcelarias antes que arrodillarse ante las órdenes de los gobernantes de turno.
A estos personajes no les hacía falta risibles seminarios, asesoramiento de países culturalmente ajenos y tampoco ridículos cursos de doctorado y masterado, estampillados con títulos de cartón mojado. Su resplandeciente decencia y su exuberante ilustración eran suficientes, no aceptaban ser arreados y vigilados por poderes extraños. Así hubiera sido impensable la existencia de un ministerio de Justicia que ordene cómo debía administrarse la justicia... no había cabida para tal absurdo.
Pasado el tiempo, para dominar mejor a los magistrados respondones al poder central, éste creó la enclenque “subsecretaría de justicia”, dependiente nada menos que del Ministerio de Gobierno, destinada a controlar a la magistratura, hasta que la podredumbre del poder político llegó a su cenit creándose el indeseable Ministerio de Justicia, que funciona para dominar a la administración de justicia.
Se llegó al colmo del descaro cuando en los primeros años de la década del 2000 Sánchez de Lozada, además de tal Ministerio, designó a su “Delegado presidencial” en el Órgano Judicial. Luego, el presidente “constitucional” que le sucedió designó por simple decreto a magistrados, vocales y fiscales. A la Corte Suprema de Justicia el pueblo la llamó “maestranza” porque se decía que era ahí donde se “arreglaban los autos supremos”.
En el libro Páginas Constitucionales, de mi autoría. 1996, expresé algo que concitó el interés de mi prologuista Benjamín Miguel Harb, renombrado penalista y constitucionalista, cuando dije que “no es descartable que el continuo transitar entre el ejercicio libre de la abogacía y el de la magistratura, pueda arrastrar al despacho judicial intereses que estaban siendo defendidos por el abogado, convertido luego en administrador de justicia”. Un vicio parecido es el que sucede con los ministerios de Justicia que terminan ‘privatizando’ la administración judicial porque es en algunos bufetes privados conexos donde funciona la “maestranza”.
Si se mantendría ese Ministerio, con una pizca de buena fe —impensable— sería aconsejable que el titular de esta cartera no sea abogado causídico ni ‘notable’ exmagistrado contaminado, siendo preferible que cualquier otro profesional con las manos limpias y la sana conciencia ocupe ese cargo, porque el administrar justicia no es solo de abogados automatizados en el procedimiento, sino del ciudadano limpio y honesto, culto, bien informado y mejor formado, con espíritu de bien público y mucha ver- güenza personal, porque hoy: “es fácil ser doctor, lo difícil es ser un señor”.
Columnas de GONZALO PEÑARANDA TAIDA