Mayorcita como usted
Entré, como lo hago frecuentemente, a la pequeña cafetería en la que además de tomar café escribo parte de esta columna. Como soy clienta asidua, el vínculo con la cajera ya es uno “entre conocidas”. Así que extrañé no verla las dos últimas veces. Resulta que su madre estaba enferma y había pasado unos días cuidándola. A mi pregunta sobre la edad de la convaleciente -pues temía que fuera una anciana desvalida-, la respuesta de la muchacha fue: “Ya es mayorcita, tiene 48 años”.
La frase no habría tenido tanto alcance, si no fuera porque dentro de unos meses esa será mi edad. Para entonces seré mayorcita. Aunque en verdad lo soy hace buen rato. Y pese a que la adultez avanzada no supone, necesariamente, más placer, con la madurez uno empieza a sentirse sensato y libre.
Las señales de esa madurez aparecen apenas advertimos que lo que creíamos sería el encumbramiento de alguna idea propia o la ejecución de una gran hazaña, eran tan solo nuestros deseos necios de ser y de pertenecer. Y es que muchas situaciones no ameritan tanta sandez. Pero de joven eso no se adivina.
Cuando escribí mi tesis de grado sobre filosofía jurídica, a mis 23, creí que cambiaría la historia del pensamiento. Ahora no quiero abrir el único ejemplar empastado (con todos mis ahorros de entonces) que está oculto en la biblioteca. No toleraría la imposibilidad tardía de borrar esa forma de escritura tan presuntuosa y tan necesitada de reconocimiento.
Se sabe que la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo. Y que la estolidez se remedia con la introspección. Una introspección que solo llega con los años bien entrados (o con experiencias traumáticas; lo que ocurra primero); que no son vejez aún. La vejez pareciera traer otro tipo de bondades.
Esa autorreflexión nos permite adelantar la línea de la meta. Acercarla hasta donde estamos ubicados y así poder dejar de competir. Con los amigos, con las parejas, con los padres, con nosotros mismos. Dejamos de correr los 100 metros planos y comenzamos a caminar la pista con algo de cansancio, pero sin tanto esfuerzo. Es en esta etapa adulta que llega el verdadero empoderamiento: adquirimos una especie de autonomía frente a la consigna tácita de la experimentación. Ya los experimentos dan pereza. A menos de que uno sea Mario Vargas Llosa.
A partir de cierto momento, las decisiones adversas a la aventura, la diversión o el riesgo merecen respeto. Y aunque es probable que alguien piense que sufrimos un ataque cardiaco, el encierro prolongado o la inasistencia al boliche ya no nos proscribe.
Esa madurez comienza a ser internalizada —en el caso de las mujeres— al primer “señora” que alguien de mala fe nos dirige. Es ciertamente una sacudida de la que cuesta salir bien parada, pero que nos sitúa en el lugar preciso. Luego de los segundos que toma recobrar la dignidad, y después de voltear a todas partes buscando a esa señora sin hallarla, caemos en la cuenta de que hay que pasar de la negación.
Le pasó a una amiga, como nos pasa a muchos una vez llegados hasta acá, que en un gimnasio, dispuesta a pagar lo que fuera a una entrenadora personal para traer de vuelta su cuerpo lozano —ahora aflojado en algunas zonas— esta trainer le respondiera que “a su edad, esa pancita ya no se bajaría así nomás”. Hace veinte años, esa respuesta habría significado la reafirmación de las más recónditas inseguridades. Ahora, solo le causó gracia. Y a sus amigas contemporáneas también.
Hace poco tiempo atrás cursé una maestría universitaria. Mis compañeros eran recién egresados de la licenciatura. Eso me convertía en la “doñita” del grupo (de hecho, los catedráticos eran mis pares). Noté entonces que yo gozaba de una ventaja sobre el resto: mi experiencia. Lo que me permitía absorber con más vigor lo que explicaban los profesores. Ellos sí hablaban mi mismo idioma.
Esta etapa nos quita intrepidez y nos entrega cautela. Nos permite libertad de elección. Nos libera de las excusas. Nos alienta a salirnos de la fila y dedicarnos a lo verdaderamente nuestro. La adultez no le teme a la franqueza. Y da fe de que no todo lo bueno que pasa en el planeta es gracias a nuestra obra, ni que todas las desgracias son nuestra responsabilidad. Cada vez hay menos culpas.
Me acabo de zampar dos capuchinos con azúcar y un croissant de 500 calorías. Total, a mi edad esta “pancita” ya no se baja así nomás. Así que da igual. Ahora me acercaré a la cajera para desearle pronta mejoría a su mamá mayorcita. Mayorcita como yo.
La autora es abogada
Columnas de DANIELA MURIALDO LÓPEZ