Ramón Palmito, el poder y la traición
Extraño resultaba para Ramón Palmito asistir al encuentro convocado sólo por una fracción de la cúpula del partido, pero más extraño le resultaba ver que entre tanto rostro ajeno y entre tanta cara conocida, no alcanzaba a saber quién era quién en ese mar de chupamedias del poder.
Una sensación de desazón se impuso sobre su voluntad cuando corrió el rumor de que decenas de infiltrados pretendían hacer quién sabe qué cosa en la famosa reunión. No era un miedo de esos que recorren la espalda y se ramifican sobre las costillas, tampoco ese que provoca temblores y sudoraciones frías -que bien le hubiesen caído en ese clima asfixiante y arrasador de octubre-, era más bien una duda encarnizada que le repetía, una y otra vez la misma pregunta: ¿qué acaso no éramos nosotros los que, a título de movimientos sociales o atribuyéndonos la voluntad del pueblo, podíamos armar cuánto desmadre deseábamos y quedábamos siempre como las víctimas de turno?
Con esa interrogante en la cabeza y ese malestar en la tripa, prefirió seguir con la rutina de mover la banderita y aplaudir lo que fuese a decir el mandamás de aquel encuentro.
Así fue que pasó, porque cuando el hombre fuerte del partido se presentó, se ejecutó con premura y sin duda la ovación incesante y el aplauso inmediato. Así había sido por catorce años, ¿por qué iba a ser diferente ahora?
Poco entendió Ramón Palmito lo que se discutió en el coliseo atiborrado de gente que más parecía un sauna en el que hasta el aire podía cortarse, y menos comprendió cuando alguien que ejercía no sé qué cargo en no sé qué instancia de decisión, afirmó que la cabeza del poder era decapitada porque se habían autoexcluido de aquella reunión.
Ramón Palmito no comprendió, pero hizo bien aquello que siempre le habían pedido: gritar, efusiva y eufóricamente, todo cuanto sea necesario.
Con el tiempo llegarían los reclamos, de un lado y del otro, planteando los recursos jurídicos necesarios para hundir en el olvido el congreso de sus contrarios, así también arribarían las declaraciones de lealtades pisoteadas y compromisos incumplidos, todo bañado en un mar de insultos e ironías que rebotaban de bando en bando, todos plagados de hipocresía y corrupción, todos empapados del egocentrismo de los políticos de siempre.
Ramón Palmito luego se enteró, entre coca y trago, entre pijcho y comilona, que su partido político se partía en dos. Pasaba lo de siempre, se cumplía la terrible maldición: todo aquel que se engolosina con los placeres del poder, por fuerza y justicia, debe también sufrir la indigestión de la traición.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ