Descentralización, autonomía y federalismo
La gestión territorial de los Estados tiene diferentes modalidades que responden a las necesidades, posibilidades y circunstancias de la sociedad frente al aparato público. La población necesita respuestas a necesidades concretas y las exige con diferentes grados de firmeza y convicción. Asumamos que los responsables de la función pública no actúan de manera perversa contra la gente como si tuvieran una pulsión destructiva que pretende perjudicar a los administrados.
Sin embargo, existen situaciones que sólo pueden ser entendidas como producto de la irracionalidad o la estupidez cuando quienes gobiernan logran que la gente reaccione hasta con violencia, cuando no hay respuestas racionales y no es el sentido común quien guía sus decisiones. “Queremos saber” repetían los patriotas de mayo en el Buenos Aires de 1809 frente a un modelo de gestión que tenía un Virrey, mientras que las grandes decisiones se adoptaban en la metrópolis. “¿Qué están haciendo con mi plata?” fue la consigna que incorporó el Presupuesto Participativo del municipio de Porto Alegre, y que dio la opción para que la población demandara y recibiera información sobre las inversiones que se ejecutaban con los presupuestos públicos.
Bolivia dio un paso radical en favor de la descentralización en la década de los 90 cuando definió como política pública, que la contraloría social se diera en el ámbito municipal ya no como una opción ideológica de la autoridad electa, sino como un derecho pleno de la ciudadanía. El proceso de Participación Popular generó una forma de actuar que cambió el paradigma de la ciudadanía activa; la decisión política llevada adelante por una voluntad reformista que se planteó en el Plan de Todos, propuesta electoral del MNR, el MBL y el MRTK de Gonzalo Sánchez de Lozada, Toño Aranibar, Miguel Urioste y Victor Hugo Cárdenas, al que después se sumó UCS de Max Fernández, permitieron una renuncia del poder, en democracia, como no se había visto en la historia. Bolivia sigue siendo el país del sistema latinoamericano que transfiere el porcentaje más alto en favor de los gobiernos locales, 20% de los impuestos nacionales, para que sean invertidos en los niveles en los que vive la gente.
Tenemos que seguir reflexionando sobre esta situación, pues todavía hay quienes continúan repitiendo que lo único que hizo la participación popular fue la democratización de la corrupción, como si ello fuese un atributo exclusivo de los alcaldes de las grandes ciudades y de las autoridades departamentales o nacionales. Otra crítica torpe expresa que la participación popular postergó el proceso de descentralización departamental al privilegiar a los municipios por sobre las prefecturas de entonces; quienes repiten eso desconocen el valor de la democracia que radica en el voto ciudadano, y que quien vota para elegir un alcalde, es el mismo ciudadano que lo hace hoy, por un gobernador o el presidente, y que, en los tres casos, la formación y la responsabilidad ciudadana, tienen la misma base. ¿Es distinta la capacidad política de un ciudadano si actúa pensando en lo local, lo departamental o lo nacional? No, rotundamente no.
Sin embargo, ¿habría existido el respaldo radical al proceso autonómico si no hubiera existido una práctica de su ejercicio intensamente ejercitada por el ciudadano autonómico municipal, que ya sabía lo que ello significaba en favor de su vida cotidiana? La respuesta es no. Ningún país del sistema interamericano ha pasado por un proceso similar al boliviano.
La teoría a veces dista mucho de los procesos que se ejecutan en la realidad y la lista de temas pendientes no pueden ser entendidos como fracasos sino como eso, tareas pendientes. El objetivo final es la satisfacción de la población y hacia ella debe dirigirse el ejercicio ciudadano que demanda eficacia y transparencia, y la responsabilidad de los gobernantes para actuar de manera inteligente. Un país tan extenso con tan poca población, necesita gobiernos territoriales fuertes. La descentralización, la autonomía o el federalismo, están en el debate.
Columnas de CARLOS HUGO MOLINA