Rescatistas benditos, ¡gracias!
Varios años tuvieron que pasar para poder gritar al mundo sobre el caso de mi familia. Soy madre de Gabriel, un joven de 23 años que quedó tristemente atrapado entre el volante y el asiento de un pequeño auto, cuando se chocó contra un trailer.
El carro quedó hecho trizas, entre el chasis del gigantesco camión, y adentro, el cuerpo de mi hijo agonizaba a causa del fatal golpe y de múltiples lesiones en distintas zonas de su ser. Era muy tarde, casi las tres de la madrugada, y recibí la llamada con una voz temblorosa que me decía: “¿Es usted familiar de Gabriel M...?”. Atiné a decirle: “Sí, soy su madre”, mientras sentía que el alma se me congelaba.
Escuché la peor oración de mi vida: “Su hijo sufrió un accidente y se encuentra gravemente herido. Aún no puedan sacarlo del automóvil, pero encontramos su celular y su billetera”. Sentí morir en vida. Coordiné con el interlocutor y volé con mi hija rumbo al sitio indicado. Ni ella ni yo pudimos pronunciar una sola palabra durante el camino. Ya al acercarnos al sitio, las lágrimas de ambas habían mojado nuestras ropas. Una patrulla, una ambulancia y un auto rojo con tres voluntarios trabajaban arduamente cortando la chatarra para sacar a mi Gabriel de entre los fierros.
Nos retuvieron y no dejaron que nos acercáramos —tal vez algo muy sabio, dada nuestra desesperación y estado de shock—. Mi hija gritaba y yo me derrumbaba en sollozos al punto que sentía mi cuerpo flotar. Parecía una pesadilla. De pronto alguien me abrazó con ternura, compasión y con una voz apaciguadora. Era uno de los rescatistas. No entendí lo que decía; yo estaba perdida; sólo intuía que había perdido a mi hijo a causa del brutal choque y el mundo se me venía abajo. Ese ángel caído que me contuvo, tuvo el tino de decirme: “Cálmese, señora, ya lo sacamos. Irán al hospital”.
Estos días de la riada que se llevó a esos jóvenes en Colomi me trajo el recuerdo y pensé: ¡Gracias, rescatistas benditos!
Columnas de Marlene Figueroa Rosas, Madre de un accidentado