El costillar y la molleja
Entre costillar y molleja, el cuero de Lucio Ananá maceraba su existencia bajo el sol inclemente de octubre, masticaba por entonces un trozo de charque, más retablo que sustancia y más antojo que manjar, que le provocaba un placer indefinido mezcla de paroxismo y adicción que esa misma noche se transformaría en el bolo de su indigestión y que la mañana siguiente sería la acidez que le acompañaría toda la jornada.
Para su fortuna, normalmente estropeada por sus malos hábitos de cigarrillo en mano y bebida en boca, el incesante calor de los días previos disminuyó y su ardor estomacal pasó de agudo malestar a reflujo de sencillez; pero lo que no cambió ni el clima ni el mal de estómago, fue su eterna visión pesimista y su continua bronca con todo y contra todos.
Así fue que le encontró su compadre Florencio Purificado, profesor retirado y ex combatiente por afición y no por ejercicio, que bajo la sombra de los años supo definir, concluir y determinar, que vivía en el mejor lugar del mundo. Lucio Ananá lo vio acercarse y no pudo evitar gesticular una mirada cruzada y petrificar una quijada desencajada.
—¿Cómo estás, compadre? —saludó el profesor.
—Pues como ve, hecho porquería, como esta miserable ciudad —respondió Lucio.
—Vive usted en el mejor lugar del mundo, compadre —afirmó el académico.
De nada sirvieron los argumentos del profesor en los que justificó, por angas y por carangas, y por arriba y por abajo, que Bolivia era un maravilloso país, cuya tierra más bella era precisamente Cochabamba, ciudad de clima perfecto, más segura que las grandes capitales del mundo y llena de gente de lindo carácter que hablaba en tono amable y donde uno era “caserito” aquí y “caserita” allá y disfrutaba de la más deliciosa comida y del más puro cariño.
Lucio Ananá suspiró, él prefería, movido por años de una mala relación con los políticos de turno y con los malandrines de su barrio, mirar el lado amargo de su tierra, probar del desaliento de las promesas incumplidas y corroerse bajo el peso de quienes alguna vez le habían hecho daño.
—La gente es mala, Florencio —dijo.
—Mucho depende de la gente con la que te juntas, compadre —respondió el hombre de letras, recordando los malos pasos y las pésimas elecciones que su compadre supo tener desde muy joven.
—Déjame con lo mío —refunfuñó Lucio.
Florencio Purificado, que minutos antes había muerto aplastado por un bus viejo y destartalado que tenía una reluciente inspección vehícular, marchaba para el Más Allá con la conciencia tranquila y sólo atinó a dejarle a su compadre un último mensaje hecho de pura y transparente sabiduría:
—Uno se convierte en lo que hace —afirmó y desapareció para siempre.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ