Pidamos a los humanos, no a Dios
Hace días, vi en las redes sociales a un grupo de personas que subió a una montaña a pedir a Dios que haga llover. Unos oraban con los ojos cerrados y algunos miraban al cielo donde no había ni una nube. En ese momento, imágenes de unos mineros auríferos danzaron en mi mente; hacían una fastuosa fiesta en honor a un santo, intermediario del mismo Dios, para rogarle que haga llover oro en los ríos de Bolivia y dólares, en sus bolsillos.
Imagino a Dios en medio de ese fuego cruzado de pedidos; lo imagino reflexionando sobre las solicitudes humanas para resolver problemas causados por los propios humanos y no por Él; lo veo pensando sobre los desastres que causan las desmedidas ambiciones humanas.
Dios no es culpable de los problemas ambientales que abaten a la humanidad. Entonces, ¿por qué dirigir los pedidos a Él? ¿No sería más coherente que las personas que recién clamaron lluvias exijan a los mineros auríferos no contaminar ríos ni destruir los bosques? ¿No sería más efectivo manifestarse contra los asesinos de árboles? ¿No sería mejor demandar a las autoridades evitar la sobreexplotación de las reservas de agua y cambiar los combustibles fósiles por energía renovable? Entonces las lluvias llegarían solas.
Dios sabe, quizá algunas personas no, que los árboles absorben agua del suelo a través de sus raíces y luego la liberan mediante la transpiración. En consecuencia, cuando se matan árboles, se reduce la capacidad de la vegetación, lo que disminuye el equilibrio del ciclo del agua porque bajan las precipitaciones.
Dios conoce que los árboles pueden influir en los patrones de viento locales y regionales. La deforestación altera estos patrones, lo que a su vez afecta la dirección y la cantidad de lluvia que recibe una región. Dios sabe del valor de la naturaleza, quienes no saben son los destructores de ella.
La ciencia explicó que, a lo largo de millones de años, la Tierra ha atravesado cambios climáticos por causas naturales, entre ellas variaciones en la radiación solar, cambios en la órbita de la Tierra, erupciones volcánicas y procesos oceánicos. Estos cambios han ocurrido en tiempos muy largos y en escalas de tiempo geológicas.
Los científicos han revelado que la actividad humana, en particular la quema de combustibles fósiles (como el petróleo, el gas y el carbón), la deforestación, la agricultura intensiva y otras prácticas industriales han subido las concentraciones de gases de efecto invernadero como el dióxido de carbono (CO2) y el metano (CH4), en la atmósfera.
Estos gases atrapan el calor del sol y causan un aumento en la temperatura de la Tierra. Este fenómeno se conoce como efecto invernadero y provoca el calentamiento global y cambio climático que ocurren a una velocidad mucho mayor de lo que sería natural.
El botánico italiano Stefano Mancuso afirma que, para la ciencia, el calentamiento global es sin lugar a dudas el mayor problema al que se ha enfrentado la humanidad a lo largo de su historia. Pese a las evidencias, muchas personas creen que orando frenarán el posible desastre y que Dios se involucrará en un problema que no es suyo.
Creo que a Dios no le agrada que sus criaturas busquen todas las soluciones en la Biblia y no en sus propios conocimientos. Mancuso dice que los árboles y las plantas no sólo hacen llover, sino que también despiertan las capacidades cognitivas: los niños aprenden mejor, sus notas suben y sus habilidades sociales aumentan cuando pasan clases entre plantas.
Mancuso estudia el reino vegetal desde hace 30 años y descubrió que los días de enfermedad de un ser humano en presencia de plantas disminuye en un 45%; y el estrés baja de forma acelerada. Será por eso que la gente busca espacios verdes al aire libre para cargar pilas y sentir la sensación de paz.
¿Queremos lluvias? Escuchemos a Mancuso que asegura que las plantas son lo mejor para combatir el calentamiento global. Por ello, sugiere llenar con plantas todos los rincones de las ciudades, incluso reemplazar las calles con árboles porque éstos son capaces de hacer la conversión ecológica.
Dios sabe que el ser humano es parte integrante de la naturaleza, la destrucción de ésta significa su destrucción. Ojalá que en lugar de pedir a Dios lluvias y resolver nuestros problemas, oremos por nosotros mismos para no creernos predestinados a sojuzgar a la Pachamama y para no considerarnos seres superiores respecto a las otras especies que habitan la Tierra.
Sería ideal que comencemos por dudar del intermediario que entendió mal a Dios y escribió en la Biblia que los humanos debemos señorear “en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra (Génesis 1:26)”, y sojuzgar a la Tierra (Génesis 1:28).
Entonces, llegarán las lluvias, y Dios compartirá nuestra felicidad porque habremos entendido que las plantas nos salvarán si nosotros las salvamos previamente de los depredadores.
El autor es periodista
Columnas de ANDRÉS GÓMEZ VELA