Oro, coca e indignación
Hay una alarmante tendencia de algunos gobiernos, de izquierda, pero también de derecha, a minimizar las consecuencias del calentamiento global. Hace poco el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, refiriéndose a los movimientos que promueven una mayor conciencia para asumir con responsabilidad y soluciones la problemática del medio ambiente decía, en tono de burla, que era injusto hablar del medio y no de la otra mitad. Un chiste que pinta de cuerpo entero a quienes, como él, no dan mayor importancia a uno de los fenómenos más preocupantes de nuestro tiempo.
En Bolivia lo vivimos a diario y cada vez con mayor intensidad. Los incendios contaminan los cielos de prácticamente todas las ciudades. Los lagos, incluso los más grandes, disminuyen sus niveles históricos de agua, el agua llega cada vez menos a los grifos de las casas en las ciudades y en el campo cada vez más extensiones de tierra son consumidas por la aridez y más comunidades están obligadas a migrar para sobrevivir.
No es un problema menor, ni la mitad de un problema, ni un asunto que no debe figurar entre las prioridades frente a otros que revisten más urgencia, como la pobreza, por ejemplo, la guerra o las injusticias. Es un tema crucial porque si, pongamos por caso, los niveles de contaminación del aire en Santa Cruz o en La Paz continúan deteriorándose y un día no muy lejano se convierte en un riesgo respirar, entonces, aunque suene dramático, no habrá nada más por hacer.
Las redes sociales están inundadas hoy por mensajes que demandan no tocar las áreas protegidas, que precisamente llevan ese nombre, protegidas, porque son una reserva de flora, fauna y otras maravillas de la naturaleza que se deben preservar, mantener a salvo de una innecesaria expansión de actividades depredadoras como el cultivo de hoja de coca que solo sirve para fabricar droga, o la minería ilegal que utiliza insumos que contaminan los ríos y el aire y que pueden reducir en poco tiempo a nada una acumulación de miles de años de vida natural.
Estos no son temas que deberían estar sujetos a negociación. El Gobierno no debería siquiera atender los pedidos de cooperativistas irresponsables —no son mineros pobres— de ingresar a las áreas protegidas para destruir lo que todavía está en pie, como lo hacen en otras zonas del país donde la voracidad de su paso se refleja en la calidad del agua, del aire y de las tierras. Es inadmisible que un tema de semejante relevancia esté siquiera a consideración en una agenda de discusión, simplemente porque llega un grupo, minoritario, a generar caos y temor en las calles.
Hasta hace solo unos años, Bolivia era uno de los países con la mayor reserva forestal del mundo y hoy es uno de los países que más bosque pierde año tras año. Y eso no es casual, sino que obedece al tipo de políticas que se han implementado, a la permisividad con que actúan algunos actores sociales que, supuestamente, deforestan para producir.
Hay detrás una lógica irresponsable que lo abarca casi todo. En las ciudades no hay ningún tipo de control sobre las emisiones de los vehículos y cada vez hay más vehículos cuando en otras partes se estimula más bien el uso de medios de transporte alternativos y con reducido impacto ambiental.
Y ni qué decir de los espacios verdes. Los árboles desaparecen en los centros urbanos que más los necesitan e incluso los paisajes se transforman por la libertad con que actúan loteadores de todo tipo, incluidos los de cuello blanco, que llenan las montañas de urbanizaciones precarias. El antes y el después que muestran las fotografías con diferencia de pocos años, es doloroso.
No todo son malas noticias, sin embargo, porque la destrucción ha corrido paralela a la impaciencia social y la impaciencia se ha convertido en la indignación de mucha gente que ya no está dispuesta a esperar que unos pocos se encarguen de atender lo que afecta a todos o que unos cuantos se impongan a punta de dinamita en contra del bienestar de la mayoría.
Y lo más probable es que esa indignación, como ha ocurrido en las calles de La Paz en los últimos días, donde la gente enfrenta con valentía a grupos de cooperativistas mineros violentos, se traduzca en acción, en proyectos que recojan el malestar, en colectividades, también movilizadas, que influyan sobre la orientación de las políticas públicas.
Hay corrientes de aire fresco, de vientos no contaminados que podrían comenzar a limpiar la política en más de un sentido y de fortalecer la democracia, cuya anemia se debe entre otras cosas, a que los temas que verdaderamente representan una urgencia para las nuevas generaciones, se han dejado de lado.
Columnas de HERNÁN TERRAZAS E.