La colonia
Mitológica y montaraz se precipitaba la severidad que destilaba de las sentencias del magistrado aquel que administraba justicia bajo una mirada totémica y al ritmo e impostación de su pedregosa voz. Aquel hombre, más espejismo que abnegación, cuya templanza de ermitaño le hacía ver como la encarnación misma de una justicia más propia de dar a cada quien lo que le corresponde, que de la repartija de probidad al mejor postor en la que se había convertido la justicia boliviana, no era otra cosa más que el ejercicio abyecto y enmarañado de un tribunal supremo de morondanga que hacía y deshacía lo que le daba la gana.
Carbonizada, desmigajada y diáfana, era la inverosímil y escuálida justicia nacional que en su momento supo dar palo al opositor del poder y que al poco tiempo también, sin tino y a lo loco, se volteó para desbaratar y desangrar a quienes antes manipulaban y estimulaban su propio fracaso. La frívola frustración del tercer poder de un estado que se derrumbaba por los desfiladeros del desconsuelo, se manifestaba una vez más con la firma de aquel magistrado, siniestro y sombrío, que rubricó sin temor ni rubor, la resolución que le prorrogaba sin ton ni son, por tiempo indefinido y con plenitud de poderes en sus sillones de competencia y jurisdicción.
Sofocante y perturbador debió resultar para el supremo juez soportar las declaraciones que debió dar a diestra y siniestra para explicar que lo que firmó, selló, archivó y registró, iba conforme a la constitución y en respeto absoluto de la legislación, porque ni bien pudo, volvió a su vivienda particular, ubicada en la zona linda de la histórica y preciosa Chuquisaca, para pararse frente al espejo que colgaba en su habitación.
Ahí, sin aviso previo ni solemnidad alguna, se incrustó un par de dedos en el codo izquierdo y se sacó el brazo entero para dejarlo en la mesita de noche, que de inmediato se llenó de un líquido transparente y sanguinolento; así también procedió con el derecho, y ahí mismo quedaron sobre la mesa las manos del jurisconsulto que se prestigiaba de dictar las sentencias más salomónicas y decisiones más precisas. Truculenta era su existencia porque de inmediato movió una de las horrendas y peludas patas que le quedaron en lugar de brazos y se sacó el disfraz que ocultaba su verdadero ser, y quedó ahí, frente a su propio espejo, un auténtico estropajo de la maldad, un antropófago de la equidad y un usurpador de la justicia. Una enorme criatura de ocho patas y seis ojos, de abdomen abultado y cuello atortugado que era quien realmente administraba justicia en un país hecho colonia, donde todos eran las hormigas obreras que trabajaban incesantes para que los vientres de las elites dominantes engorden y crezcan sin estremecimiento.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ