Al niñito Jesús para Bolivia
Me han preguntado que desearía que el niñito Jesús traiga para Bolivia, en concreto, para todos nosotros, sus ciudadanos. No he pensado mucho en lo material como descubrimientos —verdaderos, no para la platea— de gas y petróleo; minerales o agua, que es lo que usualmente se piensa con nuestra veta extractivista y depredadora; sino en lo que estoy convencido que colectiva y también individualmente es nuestro peor déficit: institucionalidad.
Un diccionario la define como atributo básico de la república (pónganle Estado, si quieren) dentro de un Estado de derecho, por el que en ejercicio de su plena soberanía configura su distribución político-administrativa a la luz de la división de poderes, lo que gravitará en que todos dirijan sus actos al servicio de las personas y en favor del bien común. Otro precisa que se trata de aquellas reglas formales —como leyes, decretos y reglamentos— y las informales que incluyen procedimientos y normas de conducta ya sean morales y/o éticas, y que tienen como objetivo limitar la forma de actuar de las personas con la finalidad de maximizar la riqueza o el bienestar social e individual. Todos coinciden en que la institucionalidad permite aumentar la competitividad y promover el crecimiento y desarrollo económicos, lo que incide directamente en las políticas públicas y relación entre ciudadanos, empresas y órganos estatales.No es solo, entonces, una responsabilidad del gobierno o las autoridades, sino de todos los ciudadanos para funcionar y lograr acuerdos en beneficio de todos, que al final del día, no sólo aventajan a la tribu, sino al individuo. Identificando ese nuestro peor déficit — más allá de las fachadas y pomposas infraestructuras que muchos confunden con las instituciones en sí mismas— acaece que alcanzaría, siendo imposible ser exhaustivo,con que, por ejemplo, desterremos los “auto” que se han puesto tan de moda últimamente: autoproclamado, autoexpulsado o autoprorrogado, ya que prueban más allá de toda duda razonable el absoluto desprecio de esas decisiones, y quienes las toman, por las normas, reglas y hasta el sentido común, haciendo prevalecer y frecuentemente imponiendo si tienen alguito de poder (que ojo, siempre es efímero) sus perversos deseos personales por encima de cualquier bien, colectivo y hasta individual, incluyendo en este último caso su propia dignidad.
Incluiría también no usar de las instituciones para “meterle no más” por encima de la normativa —a veces hasta patéticamente cuando están coyunturalmente a cargo de resguardar su garantía— para vaciarla de contenido e incluso pervertirla hasta límites irrazonables, por ejemplo: inventar “derechos humanos” truchos, hacer desaparecer sentencias que no convienen al amo o erigirse en juez y parte de su propia causa e interés
Por supuesto,implica también saber y actuar en consecuencia, que cualquier función pública o privada (pienso, por ejemplo, en algunos colegios de abogados) está previamente sujeta a un lapso claramente determinado de ejercicio. Por lo que una vez ahí dentro, incluso por elecciones, no puedes maniobrar para alargarlo indebidamente empernarse sine die en el cargo y, menos, confundir en su ejercicio el organismo con la persona, usando recursos institucionales para su beneficio.
Lindo fuera que en el ejercicio de una función —cualquiera sea esta desde la más humilde (digamos, el varita de la esquina) hasta, ministerios o similares— el titular jamás se convierta en una suerte de deidad para situarse por encima del bien o del mal, de la Constitución de las leyes y hasta del sentido común. Fuera espectacular entonces que el niñito Jesús nos traiga de regalo ese bien tan escaso en nuestra realidad, aunque él nos da la dignidad e inteligencia suficiente para darnos cuenta de que con esos fabulosos atributos, debiéramos, individual y colectivamente, construir esa institucionalidad y no pervertirla hasta límites patéticos como está ocurriendo. ¡Felices fiestas! “Lo que somos, es el regalo de Dios para nosotros. En lo que nos convertimos, es el regalo de nosotros para Dios”. Eleanor Powell
Columnas de ARTURO YÁÑEZ CORTÉS