Incremento de actividad criminal en el país
En las primeras semanas de este mes, se han reportado varios hechos de inseguridad que, se sospecha, tienen vínculos con el narcotráfico. A pesar de que en 2021, el PNUD, en el Informe
Regional de Desarrollo Humano, excluía a Bolivia de los países en los que los grupos de crimen organizado provocan violencias, catalogándola entre las “naciones menos violentas”, el incremento de incidentes de esta índole vinculados a las economías ilícitas en general ya se veía venir.
Efectivamente, algunos hechos de feminicidios y homicidios, ocurridos a principios de la década, ya delataban indicios de estar vinculados a este tipo de actividades ilícitas criminales. No obstante, el interés de las autoridades ha sido, reiteradamente, el de no visibilizarlos como tal, clasificándolos como violencia callejera o de género —que también lo eran— y atenuando así el peso que las organizaciones criminales empezaban a tener en el país. De esta forma, Bolivia seguía apareciendo en los informes internacionales como un país “no violento” —salvo en lo que se refiere a la violencia doméstica—.
Sin embargo, invisibilizar el problema no significa hacerlo desaparecer y los síntomas han sido cada vez más claros. Con base a un recuento hemerográfico sobre los hechos de violencias sociales ligados a economías ilícitas, se observa que, si en 2018 se registraron 47 reportes, en 2023 se tienen 316. De esos totales, dos indicadores son los que muestran el incremento más importante:
Hechos de inseguridad provocados por las economías ilícitas (acribillamientos, balaceras, torturas, secuestros, etc.) y Emergencia y/o consolidación de las organizaciones criminales transfronterizas. Vale mencionar que otros indicadores considerados fueron enfrentamientos entre pobladores e instituciones públicas en defensa de las economías ilícitas; conflictos entre pobladores y actores vinculados a economías ilícitas; acciones públicas para combatir el problema; alianzas entre funcionarios públicos —particularmente policías— y actores del rubro; acciones estatales en contra de estas actividades, y vínculos —de apoyo o enfrentamiento— entre pueblos indígenas y lo ilícito. Todos ellos con tendencias crecientes, aunque variantes, en el tiempo.
Ello ha llevado a que, por parte de las autoridades, se establezcan acuerdos intergubernamentales de cooperación para hacer frente a las actividades —por cierto, vez más transfronterizas— de las organizaciones criminales en los países de la región.
Por parte de la población, un incremento del miedo ante los hechos de violencia, acompañado, no obstante, por una normalización, en el imaginario ciudadano, de lo ilícito como parte de las dinámicas socioeconómicas cotidianas (principalmente el contrabando, el avasallamiento de tierras o el tráfico de autos “chutos”).
Frente a ello, en la práctica: 1) Las economías ilícitas están cada vez más sobrepuestas; de ahí que aceptar el contrabando conlleva aceptar al narcotráfico, la trata, etc. 2) En el período de crisis en el que estamos ingresando, muchos sectores de la población tienden a apoyar el fortalecimiento de las mismas —por ejemplo, contrabando—, ya que abaratan el costo de vida cotidiano. 3) A pesar de un discurso oficial de combate de las actividades ilícitas, las acciones estatales son ambiguas ante los distintos sectores que constituyen estas economías, ambigüedad que se cruza, además, en la actualidad, con intereses económicos y con luchas políticas partidarias.
Mientras sigamos separando las actividades ilícitas según rubros (aceptando algunas como normales y otras no), se crucen con intereses políticos o no encaremos como sociedad en su conjunto la problemática, corremos el riesgo de seguir la vía transcurrida por otros países donde las organizaciones criminales están marcando —incluso físicamente— cada vez más, y a la mala, la vida cotidiana, sobre todo, de los jóvenes, hombres y mujeres.
La autora es responsable del Área de Estudios del Desarrollo del CESU-UMSS
Columnas de ALEJANDRA RAMÍREZ S.