No hay autocracias liberales
Cabe comenzar sin vueltas: la superioridad del liberalismo tiene que ver con su rechazo a las dictaduras, entre otros aspectos por demás de relevantes. No interesa que tales regímenes anuncien un futuro favorable, vale decir, una sociedad donde, más adelante, supuestamente, según ellos, se consiga un mayor margen para la libertad. No sin muertes y sufrimiento, hemos aprendido que la desconfianza frente al poder es el camino a seguir si pretendemos una convivencia civilizada. Esta experiencia se ha traducido en una serie de mecanismos institucionales que procuran evitar la extralimitación del gobernante, quien, aun cuando nos caiga muy simpático, puede colocarse por encima de las leyes y dejarnos sin opciones para reclamar por cualquier arbitrariedad. Porque nadie nos garantiza que un individuo, incluso uno de buena fe, desestime la tentación de volverse abusivo.
Los liberales se levantan contra el poder ilimitado. Su concentración en un grupo reducido o una persona es una fuente de peligro. Que uno solo mande, por tanto, es un hecho claramente incompatible con esta doctrina. No importan las circunstancias: un gobernante sin restricciones debe movernos al recelo. Ya sabemos qué pasó con los experimentos del despotismo ilustrado. Por mucho que haya deseado el bienestar del prójimo, los avances llegaban merced a las concesiones de un monarca, pero también había retrocesos cuando su ánimo cambiaba. Depender siempre del favor de las autoridades no resulta útil para imaginar la mejor realidad posible. Por otro lado, queda la tarea de justificar su llegada al poder. Hasta ahora, aunque se hayan dado grandes equivocaciones históricas, ser consagrado por las urnas sigue siendo lo menos perjudicial para la sucesión pacífica de un presidente.
Es innegable que la democracia puede ser objeto de crítica. De hecho, en las distintas épocas, encontramos liberales que se decantaron por cuestionarla. Tocqueville expresó sus temores en torno al riesgo de una tiranía mayoritaria. Hayek, por su parte, fue claro en el rechazo a una forma ilimitada. Con todo, ha sido el mejor modo político de liquidar un orden basado en privilegios. No se debe olvidar que la lucha por tener igualdad jurídica es esencialmente liberal. No es casual que Mises, Popper, Aron, Revel, así como, entre los hispanohablantes, Rangel, Montaner y Vargas Llosa, por citar algunos considerables nombres, se hayan pronunciado en favor del sistema democrático. No ignoro, por cierto, que determinados intelectuales han incurrido en despropósitos; sin embargo, éste es un asunto de naturaleza personal. El hecho de que un liberal apoye a Putin o Bukele, por ejemplo, no sirve para condenar al resto.
En el fondo, quienes se inclinan por prácticas autoritarias evidencian su predilección por una concepción reduccionista del liberalismo. Sí, defienden la propiedad privada, el libre comercio, etc.; no obstante, cuando se habla de su dimensión política, pueden colocar reparos. Desde su perspectiva, Singapur, China y, en otros tiempos, el Chile de Pinochet no justifican reproches. Prácticamente, deberíamos celebrar que haya gobernantes sin aprecio por la democracia, más dispuestos a proteger sólo derechos patrimoniales. El problema es que, en cualquier momento, ese autócrata cambia de postura y hasta sus propios veneradores se vuelven víctimas del abuso de poder. El respeto al Estado de derecho, a las reglas constitucionales y, por supuesto, al orden democrático-liberal, donde toda minoría sea salvaguardada en relación con sus derechos fundamentales, debe ser nuestro marco a reivindicar.
Columnas de ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA