Nuestra perpetua sociedad de castas
Como el autoritarismo colonial y el verticalismo prehispánico, por diversas razones históricas, siguen de alguna manera vigentes en las costumbres y la mentalidad colectivas, la ciudadanía plena nunca existió en Bolivia. Antes, porque las élites tradicionales, so pretexto del peligro que suponía incorporar al indio en el proyecto modernizador, mantuvieron intacta la sociedad de compartimentos estanco. Ahora, porque el proyecto populista del MAS, con el fin de “compensar” al indio por los agravios sufridos ayer, puso en vigencia una Constitución que hace una segmentación social, la cual, si se usa un poco de imaginación, es comparable con las leyes diferenciadas del virrey Francisco de Toledo. Esta situación (con un viejo explotador que creía tener sangre azul y que no reconocía al subalterno, por un lado, y ahora con un paradigma indígena que pretende resarcir los daños históricos a través de leyes que estatuyen derechos para unos y no para otros) no hace más que reproducir la espira de racismo y discriminación que carga la sociedad boliviana y, por tanto, impedir que esta ingrese en una democracia moderna.
Me parece que es legítimo cuestionar, desde la academia y la praxis política, si el liberalismo occidental clásico y sus instituciones, cuyo fundamento es la meritocracia, pueden responder adecuadamente a la historia incluyendo al subalterno, si pueden sacarlo de su postración de siglos. También me parece oportuno cuestionar, con no menos implacabilidad, si el etnonacionalismo de izquierdas hoy vigente en muchos lugares del mundo (en Latinoamérica, sobre todo) está siendo efectivo, si no fue un proyecto fallido o incluso un pretexto —como fueron muchas revoluciones— para un mero cambio de élites en el poder. Esto, teniendo en cuenta que el paradigma de estado plurinacional ya está vigente desde hace casi dos décadas.
Lo que desde el siglo XX, a partir de la incursión de las masas populares en la vida política y las luchas obreras, se tenía por progreso, era la igualdad para todos, en todos los ámbitos: que todos los niños pudieran ir a la escuela, que todas las mujeres pudieran parir con dignidad, que todos los trabajadores tuvieran un horario laboral razonable y salarios justos, que la justicia fuera una y la misma para todos. Esa igualdad ante la ley —cuyo fundamento es la Declaración de los Derechos Humanos, que costó varios millones de vidas humanas—, y sobre todo su puesta en práctica, parecían ser dos de los horizontes más importantes de la humanidad.
No obstante, las cosas en el siglo XXI, en algunos países como Bolivia, parecen estar al revés: lo que ayer se consideraba progresista y moderno, hoy, a pocas décadas de aquellas conquistas sociales, está visto como lo más rancio y conservador. Es que, curiosamente, lo que hoy se considera progresista es la segregación de la sociedad a través de leyes que otorgan derechos que dependen de la etnia y el sexo. Ahora bien, si esta manera de organizar la sociedad hubiese eliminado la discriminación y puesto a las mujeres e indígenas en situaciones mejores que antes, no habría muchos motivos para impugnarla; pero, al parecer, nada de ello ocurrió: generalmente las mujeres siguen siendo marginadas y los indígenas siguen viviendo discriminados y sin educación, como durante la Colonia y la República. La llamada “justicia indígena”, por ejemplo, no sólo no favoreció a todos los indígenas, sino que además provocó confusiones y fricciones entre los tribunales civiles y el derecho consuetudinario, el cual, además, a veces aplica castigos que violan derechos humanos. Entonces, podemos concluir que la sociedad de castas de ayer hoy sigue vigente, solo que de manera invertida y con leyes ineficaces.
Con mucha sabiduría y bellas palabras, la Biblia aconseja conocer y juzgar a las cosas y personas por sus frutos mucho más que por sus discursos. Entonces, sería necesario reflexionar si nuestras actuales leyes —con espíritu de apartheid— están llegando a concretar sus fines… O si más bien no será la educación libre, mucho antes que aquellas, la que podría remover —poquito a poco, pero con mucha más eficacia, como hizo en otras sociedades del mundo que hoy son desarrolladas, los prejuicios y costumbres que minan la sana convivencia de la sociedad boliviana. Habría que reflexionar si el izquierdismo populista del siglo XXI consiguió los fines que decía perseguir, si construyó sociedades más igualitarias o menos injustas que las que había antes. Si la división de la sociedad a través de leyes diferenciadas para unos y otros no reproduce la sociedad de castas de ayer.
El autor es profesor universitario
Columnas de IGNACIO VERA DE RADA