“Disculpe señorita”
En Bolivia existen modos más o menos exclusivos de calificar la dignidad individual. Dependiendo de la situación y de los rasgos expresivos de la condición de clase y de la procedencia étnica de las personas (i.e. vestimenta, fenotipo, acento, modales, disposición del cuerpo), en la vida cotidiana ellas suelen ser calificadas de cierto modo.
Me explico con una anécdota. Hace unos meses un colega docente me comentó que se refirió a una alumna suya, una mujer joven de pollera, llamándola señorita, a lo que ella asintió con agrado, “me gusta que me llame señorita”. Mi colega sospechaba que dicha respuesta se debía a que en otras situaciones ella era normalmente tuteada o nombrada como cholita. El caso tiene que ver también con que en el espacio universitario era reconocida como estudiante, entonces como “señorita”.
Históricamente, la categoría de señorita ha sido un criterio de clasificación aristocrático con el que se reconocía dignidades exclusivas en las que las “cholitas” no podían ser incluidas. Este tejido simbólico, vigente en la vida cotidiana, también aparece en la literatura. La novela clásica nacional La niña de sus ojos muestra precisamente cómo la hija de una vendedora del mercado y de un carpintero experimenta una conversión cultural significativa, al ingresar en un internado de señoritas, gracias al roce social, las nuevas maneras y la educación que allí adquiere. A los ojos de sus padres y de su entorno social deja de ser una cholita y deviene una señorita.
Dama, señorita, doctor, joven, entre otras, son categorías jerárquicas que tienen contenidos de clase y connotaciones étnico-raciales. Dependiendo del aplomo y de los rasgos expresivos de las personas, estas espontáneamente serán o no reconocidas en dichas categorías.
Lo anterior muestra el carácter profundamente predemocrático de la vida social en nuestro país, es decir, lo arraigado que se encuentra el “dogma preburgués de la desigualdad” (Zavaleta) en el habitus (conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él, N. d E.) cotidianos.
El criterio comparativo puede ser aquí de utilidad para identificar los rasgos específicos de los criterios de clasificación en Bolivia. En Francia, por ejemplo, cuna del credo burgués de la igualdad, a todo individuo desconocido con quién uno se topa se le llama o señor (monsieur), o señora (madame), o señorita (mademoiselle), punto; sea quien sea con quien uno se tope, se reconoce la misma dignidad a cualquier desconocido.
No pasa lo mismo en Bolivia. Y si bien la nominación es un hecho superficial que acontece en el ámbito de las interacciones, expresa una verdad profunda: la desigualdad informalmente institucionalizada en la vida cotidiana de nuestro país.
Este es un resultado sociohistórico reproducido desde la cuna donde hemos nacido, los barrios, los amigos, las personas que hemos frecuentado, los colegios y las instituciones educativas por las que hemos transitado, los espacios laborales donde nos hemos integrado; toda esa historia finalmente aparece expresada en nuestras maneras, nuestra ropa, nuestras costumbres, nuestra disposición del cuerpo, nuestro habitus, es decir, las cosas que apreciamos o despreciamos y que hacen que nos veamos y tratemos como iguales o desiguales.
Tomemos como ejemplo el sistema educativo. Construir una sociedad de bolivianos iguales —hablo de igualdad de ciudadanía en un sentido limitadamente burgués— supondría, entre otras cosas, un sistema educativo único, verdaderamente universal, lo que implicaría eliminar escuelas privadas y confesionales y bregar por una educación de calidad. Esto conmovería profundamente las estructuras jerárquicas y de clase que surcan la realidad boliviana. La escuela es precisamente un escenario de construcción de ciudadanías diferenciadas, una fábrica donde se producen bolivianos de primera, de segunda, de tercera, y así.
No se da vuelta al espíritu como si se tratase de un calcetín. La igualdad de ciudadanía no puede lograrse mediante propaganda o leyes contra la discriminación, sino a través de una profunda transformación de las estructuras sociales. Si, como decía Tocqueville, la democracia es una condición social que se basa en el principio y la práctica de la igualdad, no puede lograrse si no es mediante un cambio fundamental en las condiciones de vida de las personas.
La democracia en la cotidianidad de los bolivianos requeriría una ruptura de las relaciones jerárquicas y las pervivencias aristocráticas legadas por la sociedad colonial, hoy inextricablemente entrelazadas con el moderno sistema de clases sociales. O sea, requeriría, no un “proceso de cambio”, sino una auténtica revolución social.
Columnas de LORGIO ORELLANA AILLÓN