El infierno donde quiero vivir
Carnaval 2024. Feriado largo, oportunidad o condena para hacer o no hacer lo que se quiera, pueda o deba, según el caso. En el mío, poner al día tareas pendientes y, en medio, descansar leyendo, escribiendo, viendo alguna película o atisbando al mundo en las redes sin poder resistir ante esa isla digital formada por un Smart TV y un celular, aprovechando la magia de la tecnología que, como dice acertadamente Alvin Toffler, hizo al tiempo y al espacio relativos, tanto que somos sus dueños, afirmo yo, desde mi posición apasionadamente antropocéntrica, pese a todo y a todos.
Pues bien, gracias a la tecnología he estado presente en el Carnaval de Oruro. Mejor dicho, el Carnaval de Oruro se ha hecho presente con sus mejores escenas en mi vivienda, las veces que lo he llamado; a costo cero, sin sufrir viajes por tierra o, peor aún, los abusos de la monopólica BoA, sin incomodidades, con control remoto, parando el video a mi voluntad, retrocediéndolo y deleitándome al volver a ver las partes según mi gusto.
En ese afán recreativo he reconocido, admirada, la justicia del primer lugar que ocupa la entrada del carnaval de Oruro entre todas las demás grandes entradas folklóricas del país: Señor del Gran Poder, Ch’utillos, Corso de Corsos y Guadalupe, cada una con su estilo y categoría, sin duda, pero imitaciones de la original con lo que eso conlleva. La entrada orureña las supera de lejos por su larga historia arrancada a principios del siglo XX, cuyos antecedentes se dice, vienen desde tiempos previos a la llegada de los españoles, largo camino recorrido desde su formación, creación y desarrollo al impulso de todos quienes habitaron y habitan la legítima capital del folklore boliviano, nacidos o no en ella. Sí, es así, ratificando aquello de que “el diablo sabe más por viejo que por diablo”.
Nunca más pertinentes estas palabras que hoy, a raíz de otra constatación ante la cual me rindo maravillada, con mayor fuerza cada año: las danzas más hermosas son las diabladas, de belleza portentosa y sin igual, esos vehículos del infierno espectacular que irrumpe desde los socavones mineros a través de ellas en el escenario de la fiesta. ¡Qué alegoría tan increíble inspirada nada más y nada menos que en el cuadro dantesco y la retórica del terror construida a partir de él para someter! ¡Qué transformación estética del horror inverosímil explotando en millones de partículas de las luces y colores de las máscaras y los trajes laboriosa y artísticamente confeccionados por las manos casi mágicas de los expertos formados desde sus bisabuelos y ellos de los suyos; luciendo en los cuerpos de los centenares de bailarines marchando en escuadras danzantes hacia su rendición cayendo de rodillas ante la Mamita del Socavón en una coreografía impresionante que pone al descubierto, una vez más, la victoria del Bien sobre el Mal, avanzando al son de la melódica armonía de las tubas, los trombones y las trompetas y la percusión de los bombos y los tambores haciendo monumentales conciertos itinerantes al aire libre a cargo de las multitudes de los artistas de la música que además en el camino ejecutan sus propias coreografías!
Como para pasar todos los fines de semana que quedan por vivir alucinando hasta el paroxismo cuando se erigen las cascadas luminosas que abren las puertas de un averno fastuoso del que emerge la multitud encabezada por los ángeles, con los osos, las frágiles chinas supay escoltadas por los gigantescos diablos, los Tíos de la mina, cubiertos todos los rostros con fabulosas máscaras de luces de colores que asombran lanzando llamas y humos bajo una lluvia de chispas ardientes, con los bombos y las tubas sonando en los corazones al ganar avenidas y calles, abalanzándose a ellas para ofrecer una experiencia surreal a la otra multitud que observa aguantando el sol, la lluvia y el viento por horas y horas, comiendo y bebiendo de la oferta interminable de los afanados obreros expertos en la sobrevivencia, testimonio de la perseverancia y la creatividad de la gente para ganarse la vida con su esfuerzo productivo diverso si se le deja en libertad, haciendo su agosto en pleno febrero -¡enhorabuena!- a condición de que las regulaciones no clausuren el mercado.
No sólo eso. Se me antoja un lugar para vivir la vida entera, extendido a todo el país, donde, sin mecenazgo alguno, la cultura vive y se renueva, a veces con rareza como cuando el tinkuy se convierte en potolos; un lugar donde reina el mestizaje que somos porque así evidente, real e indiscutible es, ese mestizaje que nos une en la tricolor boliviana agitándose en las manos y los trajes de los danzarines, en repulsa al usurpador externo de la fiesta, defendiéndola de sus intenciones expropiadoras desde la vecindad, y en repulsa al negador interno de la patria, defendiéndola de sus ataques dictatoriales desde el poder. Sí, infierno maravilloso opuesto al paraíso socialista de Cuba, Venezuela y Nicaragua con su pobrismo y su opresión totalitaria. En este infierno quiero vivir.
La autora es abogada
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